Actualmente las principales críticas dirigidas contra la democracia resaltan sobre todo la brecha cada vez más profunda que se ha abierto entre representantes y representados, lo que conduce –sostienen algunos– a un desinterés creciente de estos últimos por todo lo relacionado con la cosa pública. Se desearía que los representantes fueran simples correas de transmisión de las demandas de los ciudadanos, neutros y pulcros servidores de sus designios soberanos. Se observa, sin embargo, que los representantes son también seres humanos (“demasiado humanos”, diría uno) y, como tales, dotados de unos intereses que, con frecuencia, colisionan con los de sus representados. Ante este divorcio entre políticos y ciudadanos y el consiguiente riesgo de apatía que se cierne sobre estos últimos, se ha respondido desde diversos sectores con la formulación de distintos mecanismos que conforman lo que algunos llaman “democracia participativa”. Dichos mecanismos van desde la extensión del voto obligatorio a la proliferación de referendos (especialmente en el ámbito local), pasando por la intervención directa de los afectados en la gestión de asuntos relacionados con la educación o el consumo.
La educación, por supuesto, también tiene aquí mucho que decir, al ilustrar de modo elocuente cómo la democracia es la única forma de gobierno que necesita para existir de la aquiescencia activa de sus ciudadanos. Igual que el nadador se mantiene a flote sólo si se esfuerza por hacerlo (la pasividad le conduce a la muerte), la democracia sobrevive en la medida en que todos nos sintamos implicados en ella. Iniciativas como la asignatura de “Educación para la ciudadanía” inciden en esta necesaria toma de conciencia. Sin embargo, la finalidad de este artículo consiste en poner en valor otro instrumento educativo que –por hacer un uso algo adulterado del lenguaje teológico– denominaré “vía negativa” hacia la democracia, y que consiste en mostrar lo que la democracia no es. Estamos tan habituados a las bondades de nuestro sistema (entre las que se incluye la crítica sin tapujos de sus defectos) que nos olvidamos a menudo de ellas. Sucede como con la pureza el aire que respiramos: sólo alcanzamos a valorarla en la medida en que –debido a la contaminación– deja de estar a nuestro alcance.
Es necesario, pues, rememorar –a través de la Historia– lo que era vivir en sociedad antes de que la democracia modelara sus instituciones. O –a través del ensayo o del reportaje de investigación– descubrir el funcionamiento de aquellas sociedades en las que todavía no existe la democracia (o existe sólo de manera nominal). Si nos hacemos plenamente conscientes de lo que significa vivir en una no-democracia, valoraremos mucho mejor lo que es la democracia, y seremos más cautos y razonables –menos invasivos– en nuestras críticas hacia ella. De este modo tal vez evitemos el terrible error cometido en los años 20 y 30. Recomiendo a este respecto, como terapia aversiva para los que de un modo inconsciente trabajan por la deslegitimación de la democracia, la lectura de la trilogía que Vitali Shentalinski dedica al “tratamiento” dado a la intelligentsia rusa durante los años más atroces del stalinismo. Tras cerrar el libro se percibe lo puro que es –aunque a veces no lo parezca– el aire que respiramos.
José Zafra Castro
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