domingo, 23 de mayo de 2010

La generación instantánea


FRANCESC MIRALLES 23/05/2010

Desde hace una década vivimos en la cultura del aquí y ahora, en la que la urgencia domina nuestra vida. Pero ¿vivir así nos hace más felices o sólo oculta el miedo a pensar?

Tanto antes de la crisis como durante la crisis, la sociedad del derroche ha penetrado hasta tal punto en todos los aspectos de nuestra vida, que el consumo compulsivo ya no se limita a lo que adquirimos en las tiendas. El consumismo se ha trasladado a las relaciones sentimentales, cada vez más efímeras, por no hablar de nuestra sufrida agenda diaria, que sobrecargamos de compromisos y actividades. Consumimos tiempo y recursos en una carrera alocada contra el ritmo natural de las cosas.

Todo lo queremos instantáneo. Antes, preparar un café en casa era un ritual que implicaba desenroscar la cafetera, llenar el filtro de café molido, volverla a cerrar, esperar a que el fuego hiciera emerger el café con un sonido inconfundible… Hoy ponemos una cápsula en la máquina y obtenemos en cuestión de segundos un café instantáneo.

El problema no es el café, sino que esta misma urgencia domina el resto de ámbitos de nuestra vida. Somos la generación Nespresso.

Con prisa y sin pausa

“Tanta urgencia tenemos por hacer cosas, que olvidamos lo único importante: vivir”

(Robert Louis Stevenson)

La cultura de la impaciencia se empezó a gestar con la revolución industrial y ha llegado a su cénit esta última década. Con la implantación masiva de Internet y de la telefonía móvil, nos hemos acostumbrado a los resultados inmediatos. Escribimos el nombre de un restaurante en la ventanita de Google y antes de un segundo tenemos su ubicación exacta en el mapa. Mandamos un correo electrónico, y si no obtenemos respuesta rápida, llamamos para ver qué sucede.

Según el psicólogo Miguel Ángel Manzano, “las nuevas tecnologías nos han construido un mundo virtual con el que nos relacionamos la mayor parte del tiempo; por tanto, cada vez estamos más acostumbrados a esos tiempos de reacción y cualquier cosa que se dilate demasiado nos molesta”.

Nuestra generación exige resultados a cortísimo plazo. Pero ¿vivir así nos hace más felices? ¿Dónde está el placer de la espera? ¿Qué sentido tiene correr tanto cuando no sabemos hacia dónde queremos ir?

Antiguamente, la paciencia y la lentitud se consideraban virtudes capitales para hacer grandes obras, como copiar un manuscrito o edificar una catedral. De hecho, estudios modernos como el de Malcolm Gladwell y su ley de las 10.000 horas reivindican el tiempo y la dedicación como clave de la excelencia. La precipitación, en cambio, genera estrés, angustia y frustración. Tal como decía hace un siglo el escritor británico Chesterton, el problema de las prisas es que al final nos hacen perder mucho tiempo.

‘Speed dating’

“Las grandes leyes de la naturaleza son: no corras, no seas impaciente y confía en el ritmo eterno” (Nikos Kazantzakis)

La pasión por lo instantáneo explica el auge de fórmulas como el speed dating, en el que los singles disponen de siete minutos con cada persona en una multicita que les obliga a saltar de mesa en mesa. En cada minicharla, el emparejado/a debe decidir si va a marcar en la cartulina el nombre de quien tiene delante para un futuro contacto o bien termina aquí el encuentro.

Una sesión de speed dating comporta conocer de siete a 10 personas en una hora, aunque en versiones más aceleradas –con encuentros de dos minutos– se puede aumentar el número de citas a 25 por hora. En muchos de estos locales se promueve el fast food durante los encuentros, porque se ha comprobado que tener algo en la mano, por ejemplo un trozo de pizza, permite controlar mejor los nervios. La música machacona a buen volumen hará el resto.

La pregunta es adónde nos lleva todo esto. Aunque en esta cadena de flirteos elijamos a alguien que a su vez nos ha seleccionado, nuestro umbral de tolerancia en la próxima cita será más bien escaso. Quien no quiere perder más de siete minutos en conocer a alguien tardará ese mismo tiempo en desencantarse cuando se adentre en la complejidad del otro.

Esta misma prisa hace que los padres hayan perdido la paciencia a la hora de educar a sus hijos, además de sufrir constantes conflictos con familiares, amigos y compañeros de trabajo por una simple falta de tiempo para aclarar las cosas.

Antes o después tendremos que preguntarnos por qué estamos viviendo de esta manera y qué obtenemos con ello.

Lo que oculta la carrera

“La velocidad no sirve para

nada si te dejas el cerebro por el camino” (Karl Kraus)

Detrás de la generación Nespresso se oculta un problema de ansiedad generalizada. Corremos sin cesar porque no sabemos adónde vamos ni qué queremos hacer con nuestra vida. Como detenernos a pensar nos da miedo –existe el riesgo de descubrir que andamos perdidos–, entre una cápsula de experiencia instantánea y la siguiente, seguimos a la carrera.

Sobre esto, el periodista José María Romera afirma que “la agitación que impera en nuestro tiempo deja poco espacio a la reflexión y al sosiego. Esperar es casi un acto heroico cuando la conducta más frecuente ante el rechazo o el fracaso es el abandono a las primeras de cambio. Sólo en la medida en que nos reconciliemos con la duración propia de cada cosa podremos obtener de ella el máximo beneficio”.

Hay una serie de hábitos que nos permiten pasar de lo instantáneo al lento y placentero rugido de la cafetera de la vida. Algunos de ellos serían:

Recuperar el hábito de esperar. Aunque haya cola en una tienda o parada del mercado, si es allí donde queremos comprar, no buscar una solución instantánea cambiando de lugar.

Congelar los correos electrónicos conflictivos. Al menos 24 horas, ya que una respuesta instantánea y en caliente puede destruir en cinco minutos una relación edificada en años.

Encargar un libro en la tienda del barrio. Como en los viejos tiempos, esperar su llegada una semana o dos aumentará la ilusión cuando lo tengamos en las manos.

Ver películas de arte y ensayo. Contra la velocidad que imprime el cine comercial, revisitar películas europeas de los sesenta y setenta, o bien optar por la filmografía oriental, nos educa en un ritmo más calmado y reflexivo.

Ejercitarnos en la espera y la lentitud tiene un valor adicional, ya que hay indicios de que el gran batacazo que ha supuesto para nuestro modo de vida la última crisis económica va a imprimir un giro radical al mundo.

El fin del ‘low cost’

“Uno puede estar a favor

de la globalización y en contra de su rumbo actual, lo mismo que se puede estar a favor de

la electricidad y contra la silla eléctrica” (Fernando Savater)

Antes de que nos cansemos de lo instantáneo, parece ser que el mundo va a encoger y nos obligará a vivir con un ritmo más pausado y natural. Esa es la tesis del analista económico Jeff Rubin, que en su libro Por qué el mundo está a punto de hacerse mucho más pequeño anuncia el retorno a una cultura basada en los productos locales.

“Cuando el barril de petróleo vuelva a costar tres dígitos, esto acabará con la cultura low cost y demostrará que la globalización ha sido un sueño o una pesadilla, pero, en cualquier caso, que es económicamente insostenible. Ya era ecológicamente inviable, pero ahora también lo será desde un punto de vista financiero. Tomaremos el avión, pero no para ir a Vietnam de vacaciones, sino en ocasiones muy señaladas y pagando un precio muy alto, tal y como sucedía antes.

La imposibilidad de transportar mercaderías baratas de una parte del mundo a otra, según Rubin, nos obligará a producirlo todo más cerca: desde los granos de arroz hasta los barcos. Lo que era exótico volverá a ser exótico, y caro. Dicho de otro modo, tener fresas en invierno se convertirá en un lujo de excéntricos. Nos tendremos que reacostumbrar a una cultura más local y artesana y, con ello, a los ciclos naturales.

La próxima generación

“Ha de haber algo más en la vida que tenerlo todo” (Maurice Sendak)

Si se cumplen estos pronósticos, nos aguarda un mundo más lento y pequeño que implicará viajar menos en coche y caminar más a menudo. Compraremos y trabajaremos más cerca de casa y, por tanto, nuestros vecinos y el barrio en el que vivimos recuperarán la importancia de antaño.

El fin de lo frívolo y lo inmediato tendrá gran repercusión en la psicología de la sociedad. Así lo asegura el periodista cultural David Barba, que prepara el primer ensayo sobre la generación Nespresso: “Nuestra visión de la escasez será sustituida por una mentalidad de abundancia. A lo largo de la historia, las sociedades tradicionales, mucho más pobres en lo material, han sentido como una bendición la posesión de alimentos u objetos de sobra, y jamás faltó un lugar en la mesa para el caminante que necesita un plato de comida. Sin embargo, nuestra sociedad de la opulencia siente como ninguna otra la idea de la escasez, el preconcepto de que no hay suficiente para todos y, por tanto, no es posible compartir el bienestar con los recién llegados o con los elementos ‘no-productivos’. En una sociedad moralmente mejorada, la solidaria mentalidad de la abundancia –más propia de la naturaleza humana, como han demostrado las psicologías humanistas del siglo XX– emergerá para quedarse”.

Por tanto, la buena noticia de la crisis es que, cuando pase el vendaval, seremos capaces de ver nuestras verdaderas prioridades, todo lo esencial que nos había pasado de largo en nuestra agotadora carrera hacia ninguna parte.

PARA DESACELERAR

1. Libros

- ‘El desierto de los tártaros’, de Dino Buzzati (Alianza).

– ‘Del caminar sobre el hielo’, de Werner Herzog (La Tempestad).

2. Películas

- ‘Hierro 3’, de Kim Ki-duk (Cameo).

– ‘Una historia verdadera’, de David Lynch (Vértice).

3. Discos

- ‘I’m the man’, de Simone White (Honest Jones).

– ‘Lhasa’, de Lhasa (Warner).

domingo, 16 de mayo de 2010

Triángulo


MANUEL VICENT 16/05/2010

Tal vez el mayor problema del hombre se deriva de un hecho muy simple: que los bolsillos del pantalón muy pegados al sexo forman a veces un solo conjunto al alcance de la mano. Los varones insignes tienen en el cerebro una inteligencia clara; un corazón valeroso en el pecho y el equilibro zen en el diafragma. Un poco más abajo, en la geografía corporal, están las convulsas calderas del estómago y de los intestinos y sobre ellas se aprieta el cinturón que sostiene los pantalones y divide el cuerpo en dos mitades. En la parte superior de este paralelo estratégico se hallan instalados los valores de la razón, del coraje, de la belleza y de los sentimientos nobles. Un caballero de prestigio suele cubrir estos ideales con una camisa impoluta con tres iniciales bordadas, con una corbata de seda colgada de la nuez y con una chaqueta bien cortada cuyas solapas sirven para prender medallas, insignias y otros honores. Pero estos valores del espíritu comienzan a enturbiarse a medida que se desciende al hemisferio sur del mapa. Allí los genitales junto con los dos bolsillos del pantalón constituyen un triángulo de las Bermudas donde los varones más insignes pierden el contacto con la torre de control que está en la cabeza y los ideales desaparecen en medio de la tormenta. Puede que una de las derivas más turbias del hombre consista en meterse las manos en los bolsillos y rascarse los genitales como quien manipula en la imaginación la clave de una caja fuerte. Es probable que a cualquier conejita del Playboy le baste con un susurro en el oído del banquero más puritano, del juez más justiciero, del moralista más duro para forzarlos, uno detrás de otro, a vestirse de Lola Flores, si a ella se le antoja. Y también puede suceder que después de pasarse media vida dando ejemplo de honradez llegue el día aciago en que un político se adentre en su triángulo de las Bermudas y de pronto descubra que un ricachón le ha llenado los bolsillos de oro sin que él se dé cuenta. Pero la perdición absoluta se produce cuando la lujuria y la codicia entran en contacto a través de los bolsillos del pantalón, de forma que al rascarse los genitales se abra el cofre del pirata cuyo tesoro es una novia hawaiana. Ese es el momento en que el héroe se convierte en un trapo.

viernes, 14 de mayo de 2010

Media huelga


JUAN JOSÉ MILLÁS 14/05/2010

Cuando aquel país alcanzó unas dimensiones que ni su metabolismo ni sus piernas podían sostener, las autoridades decidieron que había que reducir el tamaño de la realidad. Así, el presidente del Gobierno se convirtió en vicepresidente y el jefe de Estado en subjefe de Estado (al tratarse de un rey, recibió el tratamiento de sub- rey, dando lugar a una monarquía sub-real, valga la redundancia). En consonancia con el hecho de que la directora de la Biblioteca Nacional hubiera sido rebajada a jefa de departamento, los generales fueron degradados a coroneles, los coroneles a comandantes y así de forma sucesiva. Los ministros fueron nombrados secretarios de Estado, los secretarios de Estado directores generales, etcétera. Pero la desproporción entre el músculo y las vísceras continuaba siendo intolerable, por lo que las autoridades ordenaron que los consumidores de literatura de calidad se avinieran a leer literatura de masas y los de literatura de masas, relatos pornográficos. Idéntico recorrido tuvieron que llevar a cabo los escritores de los géneros mencionados. Si alguien argumentaba que no convenía aplicar a los generales y a los poetas la misma lógica, el Gobierno (sub-Gobierno ya) respondía que no era momento de establecer distingos ni matices, pues la situación era ciertamente desesperada. Ya veríamos, una vez alcanzado el tamaño previsto, si convenía mantener el volumen de pensamiento anterior a la crisis. En medio de esta confusión mental, de este caos, y sin duda alguna por su causa, los médicos de adultos fueron convertidos en pediatras, los pediatras en veterinarios y los veterinarios en entomólogos. Nada pudo hacerse con los obispos ni con los banqueros, que ostentaban la representación de los dioses. Los sindicatos montaron una huelga general, pero les salió una huelga coronel, o sea, media huelga.