domingo, 18 de julio de 2010

Rey del lavabo


MANUEL VICENT 18/07/2010

Un literato mitómano lo primero que hace al llegar por primera vez a Buenos Aires es olisquear el rastro que dejó Borges en distintos cafés y confiterías. Ese olfato de perro puede llevarte al Richmon de la calle Florida, al Tortoni de la avenida de Mayo, a la Biela frente al cementerio de la Recoleta, al restaurante Lola que está al lado de donde Borges comía con Bioy Casares o a cualquier boliche de la calle Maipú.

Un literato mitómano lo primero que hace al llegar por primera vez a Buenos Aires es olisquear el rastro que dejó Borges en distintos cafés y confiterías. Ese olfato de perro puede llevarte al Richmon de la calle Florida, al Tortoni de la avenida de Mayo, a la Biela frente al cementerio de la Recoleta, al restaurante Lola que está al lado de donde Borges comía con Bioy Casares o a cualquier boliche de la calle Maipú. Así lo hice yo cuando llegué a esa ciudad para la toma de posesión de Alfonsín, en 1984, durante aquella fiesta democrática con todos los fantasmas sangrientos de la dictadura militar flotando todavía en el aire. Lo mejor de estos itinerarios, quienquiera que sea el personaje que busques, en caso de que esté vivo, es que nunca se encuentra en ese lugar. Un camarero te dice: "Ese señor ya hace mucho que no viene por aquí". Si está muerto, el encargado te muestra la mesa donde solía tomar una zarzaparrilla. También puede uno usar el lavabo pensando que ese gran escritor se alivió contra la raja de limón que hace espuma en el fondo del urinario.

Desde entonces he ido a Buenos Aires muchas veces, siempre con agrado, sin perder la mitomanía. En otros viajes he seguido la ruta de Borges y una de ellas me llevó al hotel del Tigre donde se suicidó Lugones. En todas las ocasiones he visitado la librería Clásica y Moderna en la calle del Callao, que es a la vez café concert, botillería intelectual, refugio de lectores y artistas, un establecimiento muy famoso regido por una mujer divina, Natu Poblet. Pero en el último viaje me sorprendió que al entrar en el establecimiento, las camareras, los clientes habituales del café, los dependientes de la librería y algunos lectores me recibieran con una mezcla de admiración y de pasmo, una desmesura que no se correspondía en absoluto con mi nombre. El revuelo solo era comparable al que se dedica a un artista de cine muy famoso. Esa noche cantaba blues una lánguida llamada Mimí Kozlowski. Durante su actuación a media luz oía cuchicheos de asombro a mi alrededor, "es él, es él", decían unos con ojos desorbitados, otros con un gesto de incredulidad. No salí de dudas hasta que fui al lavabo.

En cualquier café o discoteca de moda se hace cada vez más difícil interpretar el símbolo que distingue el lavabo de hombres y el de mujeres. Antes de que llegara la posmodernidad a los retretes públicos en cada puerta estaba escrito con todas las letras la palabra caballeros o señoras. Bastaba con saber leer para no equivocarse, siempre que uno tuviera claro a qué género pertenecía, algo que muchas veces no es nada fácil. El autorretrato de Durero o la imagen de la Gioconda fue la primera alternativa clásica, pero después la disyuntiva se fue complicando. Una simple inicial, unos labios rojos o un bigote, una pipa o un tacón de aguja, un sombrero de copa o una pamela, signos cada vez más abstractos y ambiguos hacían que uno se confundiera en la encrucijada sobre todo si iba borracho y al abrir una puerta se oyera dentro un grito femenino o al revés.

El lavabo del café concert de la librería Clásica y Moderna está situado en un altillo. Allí descubrí todo el misterio de mi fama inesperada. En la puerta del retrete de caballeros me encontré con la foto de mi rostro de regular tamaño, sin más explicaciones. Se supone que en ese espacio mi imagen era el símbolo de una parte excretoria de la fisiología masculina, la más secreta y solo debido a eso yo era famoso entre los dependientes y la clientela habitual del establecimiento. Una mezcla de vanidad y decepción se apoderó de mi ánimo. El asombro al verme entrar en el café no se debía a que yo hubiera escrito un libro o algún artículo memorable. Simplemente yo era el señor cuyo rostro estaba en la puerta del retrete de caballeros, un espacio angosto y unipersonal, que en ese momento estaba ocupado. Quise usarlo.

Mientras esperaba mi turno pensé que, sin duda, yo era el monarca absoluto que daba entrada al lavabo de caballeros, un reino de apenas tres metros cuadrados. Después pasé por la prueba de entrar en mi propio reino para ejercer mi función real y el tipo que estaba dentro, al salir, se tropezó con la visión de mi rostro y lanzó un grito de pánico como si acabara de ver un fantasma. Consulté el caso con mi psicólogo, que es argentino, valga la redundancia. En principio yo no sabía si mi foto pegada a la puerta de un retrete de caballeros debería ser tomada como un homenaje o como una forma de mandarme a la mierda. El psicólogo me dijo que servir de guía a los hombres en ese momento era un reconocimiento más importante que cualquier medalla.

miércoles, 14 de julio de 2010

miércoles, 7 de julio de 2010

martes, 6 de julio de 2010

domingo, 4 de julio de 2010

El árbitro


MANUEL VICENT 04/07/2010

Se ha dicho que el partido de fútbol ideal es aquel que se gana con un penalti injusto fuera del tiempo reglamentario. El error constituye la esencia de este deporte, generalmente aburrido, que utiliza la mayor parte de los noventa minutos de juego en un insulso peloteo en medio del campo, carente de emoción. Solo el error clamoroso del árbitro es capaz de encender el fuego en las gradas, que al día siguiente llenará de disputas, de burlas y de gritos las oficinas y las barras de los bares. Aparte de esto, es el único deporte que muestra ante el público el vigor de un veredicto inapelable. En la vida ordinaria cualquier acción ante la justicia tiene posibilidad de recurso. El delito tiene mil formas de escabullirse o de aplazar la sentencia y el agravio puede tardar años en ser reparado. Solo en el fútbol sucede un hecho ejemplar. A estos futbolistas de élite, divos multimillonarios con novias espectaculares, con escudería de ferraris y maseratis, miles de fanáticos que les piden autógrafos y niñas adolescentes que se arañan el rostro al verlos de cerca y se agolpan para arrancarles los botones y llevárselos de recuerdo, he aquí que un árbitro, ante una simple protesta, les muestra la tarjeta roja, les manda a la caseta y ellos agachan la cabeza y obedecen. Solo en el fútbol sucede que el acta redactada por el árbitro, en general, sea la primera y última instancia acatada por las autoridades deportivas. De otro lado, el árbitro concierta todas las iras del público y asume los insultos, blasfemias y desplantes que el subordinado no puede lanzar contra su jefe en la oficina o en la fábrica. Cuantos más errores cometa el árbitro más limpios y purificados por dentro salen del campo los espectadores al final del partido. Me gustaban más los árbitros cuando vestían de negro. Ese atuendo era más acorde con el efecto expiatorio que tienen atribuido por la sociedad. Hay partidarios de introducir la tecnología en el terreno de juego, pero si el fútbol es un deporte todavía excitante se debe al elemento irracional que introduce el árbitro con esa sensación de que su error en el penalti puede desencadenar un cataclismo en el universo. No hay nada más ejemplar que esta justicia expeditiva: error, tarjeta roja y a la calle. Atrévase usted a hacer eso con su jefe.

A quién se le ocurre traerme al mundo


JAVIER MARÍAS 04/07/2010

No seguí con mucho detalle las extrañas circunstancias de la muerte del actor David Carradine, hará un año, en un hotel de Bangkok. No fui aficionado a la serie Kung Fu, y si le tenía simpatía era más por ser hijo de John Carradine, el aristocrático tahúr de La diligencia de Ford, el elegante asesino de El hombre atrapado de Lang y tantos otros personajes inolvidables, que por sus propias y erráticas interpretaciones. Pero recuerdo que fue hallado en el interior del armario de su habitación, desnudo y ahorcado. Las autoridades tailandesas descartaron el asesinato rápidamente, ya que las cámaras del hotel no registraron entrada de persona alguna en su cuarto ni tampoco salida, pese a que, según leo ahora al recuperar un recorte, “parece ser que una huella de un zapato que no pertenecía al actor se ha encontrado sobre las sábanas”. En verdad cosa rara, si era cierta: una sola huella, no dos, y sobre las sábanas. Se sospechó un suicidio, y la idea fue alimentada por una de sus cuatro ex-mujeres (se casó cinco veces), que se apresuró a hablar de su “carácter depresivo”, y por una antigua entrevista en la que había afirmado que guardaba siempre en un cajón un Colt 45 cargado –nada de particular en un ciudadano de los Estados Unidos– y que pensaba a menudo en volarse los sesos. Había añadido que a veces los pensamientos suicidas le venían en hoteles de cinco estrellas, váyase a saber si porque no le gustaban o porque nunca pisaba los de menor categoría.

La escenificación de ese posible suicidio parecía alambicada, pues la pobre mujer de la limpieza que descubrió su cadáver lo vio dentro del armario “acurrucado, y con un cordel de nailon –probablemente de la cortina– atado alrededor del pene y otro alrededor del cuello. Ambos cordeles estaban a su vez sujetos a las manos del actor, según algunas versiones, a su espalda”. Según otras, sin embargo, “tenía una cuerda atada al cuello, otra a los genitales y ambas al armario”. En todo caso no había rastro de lucha en la habitación y ésta se hallaba cerrada por dentro, y tampoco señales de magulladuras en el cuerpo. Se concluyó que más bien, por tanto, a Carradine se le había ido la mano al masturbarse barrocamente, había hecho un mal cálculo. La prensa recordó que este tipo de “práctica extrema autoerótica” –de risa esta última palabra–, que procura aumentar el placer al hacer coincidir la eyaculación con la sensación de asfixia, está más extendida de lo que se presume, y que ya se había cobrado víctimas “en el Parlamento británico” –un lugar de perdición, sin duda– y en la persona del cantante Michael Hutchence, del grupo australiano INXS, en 1997. Yo me acordé, por mi parte, del Reverendo Paul de Fortis, importante en el Reino de Redonda, que se mató con un artilugio bastante más elaborado mientras sus feligreses aguardaban a que bajase a la parroquia a decir la Misa del Gallo. Pero esa novelesca historia la contaré en otra ocasión. Sea como fuera, Carradine sufrió un “accidente sexual” o se suicidó, y nadie tuvo parte en ello.

Pero ahora leo que su viuda, Annie Bierman, ha denunciado por negligencia a la productora a cuyas órdenes estaba el intérprete en Bangkok, y que el caso ha sido llevado ante un tribunal de Los Ángeles. La viuda Carradine sostiene que la noche de su muerte el actor debía haber cenado con el director de la película Stretch, lo cual nunca se produjo. Alega que el asistente de la productora encargado de la agenda y el transporte de Carradine no cumplió con su obligación aquella noche. Lo llamó antes de la cena, pero el protagonista de Kill Bill no respondió, por lo que decidió acudir a la velada sin él. Nada habría ocurrido, termina la viuda, “si la productora hubiera satisfecho el cuidado y las atenciones debidas a una estrella”.

No sé en qué parará esta demanda, pero que haya sido admitida a trámite es un exponente más de la locura a que se está llegando en la atribución de responsabilidades absurdas, siempre a otros, cada vez que alguien mete la pata por su cuenta y riesgo y acaba dañado. Se pretende que los demás hagan de niñera permanente, y que sobre todo lo haga el Estado. “¿Cómo es que no se me ha impedido robar?”, exclama el ladrón que sale malparado de un atraco. “¿Cómo no se me advirtió que no podía secar al perro en el microondas?”, chilla el ama de casa que ve a su mascota calcinada tras hacer la prueba. “¿Cómo se me permitió adentrarme en una zona de guerrillas?”, brama el miembro de una ONG una vez secuestrado por éstas. “¿Cómo no me detuvo la Guardia Civil de Tráfico cuando me eché a la carretera, sin cadenas ni nada, en medio de una nevada?” ¿Cómo es que no se llamó a David Carradine infinitas veces, tras no coger él el teléfono? ¿Cómo es que el hotel tenía cordeles en la habitación, con los que cualquiera podría ahorcarse? No veo por qué la viuda no lo demanda también, en vista de eso. Ya sabemos que el mundo está lleno de picapleitos caraduras y de clientes suyos igual de jetas, pero los jueces deberían ser más sensatos y desestimar tanta queja rocambolesca y ridícula: me tentaron con el tabaco, la droga, el juego, la bebida, la velocidad, los Fórmula-1. Vi noticias que ensalzaban a los alpinistas, a los aventureros, a las ONGs compasivas, a los bomberos y a los soldados, me incitaron a seguir su ejemplo. No me cabe duda de que llegaremos a esto: me trajeron al mundo, ¿qué culpa tengo yo de lo que hago? Que carguen con ella mis padres, y, si ya están bajo tierra, entonces el Estado. Al fin y al cabo les consintió tener hijos, a quién se le ocurre.