domingo, 24 de mayo de 2009

Visiones

Dioses


MANUEL VICENT 24/05/2009

"Si hubiera dioses yo quisiera ser dios. Por tanto no hay dioses". Así habló Zaratustra, el muñeco ventrílocuo de Nietzsche, con un orgullo que le salió directamente de la tripa. Negar a los dioses o arrojarlos por la borda me parece una forma demasiado ruda de librarse de la desgracia de ser humano. Pese a lo que diga Zaratustra los dioses existen. De hecho cualquiera puede ser dios si uno no espera demasiada gloria de ese oficio. No es tan difícil. Incluso tú mismo, sin ir más lejos, puedes realizar actos que estaban fuera del alcance de los dioses antiguos. No hubo habitante en el Olimpo que supiera quemar como Bogart cualquier pasión en la brasa de un Chesterfield demorando la muerte en cada calada. Ni en el paraíso existirá nunca un morbo comparable con el que te ofrece esa chica desconocida en el vagón del suburbano invitándote con la mirada a apearte en su misma parada. Hubo un momento en que toda la belleza del universo se concentró en la mandíbula de Ava Gardner. La frustración de Nietzsche consistía en que no podía ser dios. Probablemente habría superado esa neurosis si en lugar de caer en brazos de la histérica Lou-Salomé en las brumas de los Alpes, hubiera soñado con el placer de sorprenderse vivo bajo una parra junto al Egeo mientras sonaba un acordeón sobre una cazuela de mejillones. Los dioses antiguos vivían enjaulados en el tiempo y en el espacio infinitos sin poder librarse de esa maldición; en cambio cualquier mortal puede reducir con la mente el tiempo a un cuarto de hora de felicidad y el espacio a un lugar del sur donde vuelen las alfombras. Esa facultad es la primera prueba de tu omnipotencia. Puedes ser inmortal con sólo comerte un higo mientras concentras todo el deseo en ciertos labios. Al final de la vida siempre se llega con la sensación de que no se ha conseguido realizar los sueños. Sólo los tontos mueren satisfechos, pero no existe persona inteligente a la que el azar le ha negado un día de gloria en un ínfimo reino, en el que por un instante fue dios. Puede que ese reino fuera sólo el espejo del cuarto de baño donde se reflejaba tu juventud, en el que alguien, que acaba de salir, había dejado escrito con un lápiz de labios: tienes el pan en el tostador y el zumo en la nevera, te amo.

domingo, 17 de mayo de 2009

Sáhara

MANUEL VICENT 17/05/2009

Los profetas de la antigüedad se retiraban al desierto durante cuarenta días, obligados por una llamada interior, para preparar el mensaje de salvación que debían dar al pueblo. Entre un sol fiero e inmisericorde y la arena llameante, estos redentores ponían el cerebro a cocer y mientras duraba esa cocción se alimentaban de raíces y de saltamontes. En medio del sol y la arena, elementos puros, se hallaba la verdad absoluta, es decir, la nada, pero ese vacío se convertía en un carro de fuego que los arrebataba hacia las esferas para dejarlos caer desde lo más alto con un látigo en la mano en el atrio del templo. Al desierto también iban los anacoretas sin otra misión que la de laminarse el espíritu hasta que su carne se hacía transparente. No buscaban otra ventaja, salvo que a veces un cuervo les traía una torta en el pico y unas mujeres desnudas bailaban para ellos en el espejismo de las dunas. Sin ser profeta, ni anacoreta ni siquiera esteta he viajado hasta el fondo del desierto de Sáhara. Bajo un sol criminal que amenazaba con reducir mi cuerpo a un pequeño charco de manteca, he llegado hasta el campamento de Dajla donde se hallan varados en la arena los refugiados saharauis como restos de un naufragio político en la más absoluta miseria. Siempre he odiado el turismo sociológico. Tampoco me gustan esos intelectuales famosos que se presentan en un lugar peligroso del planeta, se hacen la foto sobre los escombros de un bombardeo y se vuelven a casa para tomarse un güisqui en el Palace. Durante el festival de cine en el Sáhara, con la conciencia puesta a macerar, he dormido en una alfombra bajo las estrellas, he contemplado la luna llena en el perfil de las dunas, he compartido con una familia saharaui la austeridad de unos alimentos beduinos en una jaima, he visto alacranes correr con la cola erguida y dispuesta, he sabido que la arena posee una belleza extrema cuando se convierte en una llama. No quiero dar ningún testimonio. En cualquier desierto hay dos caminos: uno lleva a la estética y otro a la moral. En el fondo del Sáhara ambas sensaciones del espíritu se funden con el destino agónico de estas gentes, que no tienen otra oferta, otra dádiva que la de resistir. Allí el tiempo es la misma cosa que la arena.

jueves, 14 de mayo de 2009

Pistas para solventar los problemas de la vida cotidiana

26 Abril 2009 Eduard Punset

De verdad que cada día se hace más difícil aguantar tanta palabrería irrelevante; casi nadie está hablando de las cosas que interesan a la gente de la calle, es decir, a la gran mayoría. Se les sueltan rollos ideológicos y divisorios sin cesar. Se cambian los ministros por razones incomprensibles. No se consigue el trabajo por motivos de edad: si es demasiado joven, se asume que el candidato será indisciplinado y, si es demasiado viejo, se lo rechaza porque sabe demasiado. “¿Por qué no te callas?”, creo que le dijo el Rey al presidente de un país amigo. Y yo añadiría: “¿Por qué no hablamos de cosas que realmente importan en la vida cotidiana de la gente?”. Quiero decir cosas menos grandilocuentes y opacas, pero fundamentales para andar por casa.

Me encuentro mucha gente que está angustiada porque pierde la memoria. En el discurso colectivo imperante ¿hay alguien que nos recuerde lo último que se ha descubierto en este campo y que podría sosegarnos? En diversos experimentos se ha demostrado que la gente pierde unos 55 minutos todos los días intentando recordar dónde ha dejado un objeto o un número de móvil. Casi una hora de tiempo de las ocho que uno invierte en trabajar es mucho tiempo. Ahora hemos descubierto que la razón de estos agujeros en la memoria tiene poco que ver, en promedio, con la edad o el grado de concentración.

Se trata de que, al contrario de los ordenadores, que tienen un sistema de archivo codificado, el nuestro es puramente contextual; es decir, tenemos tendencia a recordar un hecho determinado en función del contexto en que se produjo. Por ello recordamos mejor las cosas que nos han ocurrido en sitios inolvidables que en entornos rutinarios o aburridos. “No me acuerdo para nada de lo que desayuné ayer” –¡menos mal!–. ¿Por qué no intenta profundizar en el concepto del contexto en el que se produjo el hecho olvidado, en lugar de musitar que se olvida de todo porque se hace viejo o, lo que es peor, escuchar las sandeces que le están soltando en la tele?

Otro ejemplo. La persona a la que querías como novio ha dejado de hacerte caso porque ha salido con otra más guapa que tú. En lugar de sumirte en la tristeza y el resquemor infundado, ¿por qué no analizas el descubrimiento cien veces comprobado de que los más guapos lo tienen más fácil a la hora de encontrar trabajo y como amantes? De entrada, es cierto, lo tienen más fácil. Pero tú, que eres algo menos agraciada que la amiga de tu novio, tienes una ventaja enorme sobre ella: las enfermedades sufridas por tus antepasados afectaron tu metabolismo dejando unas huellas que aumentaron por encima del promedio el nivel de fluctuaciones asimétricas en tu rostro y tu cuerpo. A pesar de ello, tus predecesores y tú misma salisteis adelante. A tu competidora más agraciada le falta probarlo.

Una última pista para solventar los problemas importantes de la vida cotidiana mucho más relevante que los rollos ideológicos y odios de clanes. La necesidad de sobrevivir por encima de todo excluye apostar por las soluciones perfectas y a toda prueba. Si alguien ofrece soluciones utópicas e inexpugnables, es que no conoce los recovecos del cerebro interesado, sobre todo, en sobrevivir. Elige la opción que mejora las cosas, pero no las resuelve para siempre. Déjale al cerebro un poco de libertad. Te sentirás mejor y, sobre todo, no habrás puesto atención en lo que decía la radio mientras cavilabas.


domingo, 10 de mayo de 2009

viernes, 8 de mayo de 2009

Confesión


JUAN JOSÉ MILLÁS 08/05/2009

Yo he tenido una suerte enorme de que no me hayan acusado nunca de un asesinato. A mí, viene la policía a buscarme y me pone las esposas por un crimen cometido en Australia, adonde no he viajado nunca, y me lo creo, creo que he sido yo porque habiendo matado imaginariamente a granel, y no teniendo siempre claras las fronteras entre el pensamiento y la acción, ignoro a veces en qué lado de la raya me encuentro. Con frecuencia, caigo en ensueños criminales o artísticos (también económicos) cuya textura es idéntica a la de la realidad, de modo que si viene un hispanista norteamericano a darme coba por haber escrito La Regenta, me lo creo también, pese al desfase cronológico, y es que me ha faltado el canto de un duro para escribirla, lo mismo que para matar a alguien. Es más, quizá he cometido algún crimen que ha pasado inadvertido o he escrito una obra maestra de la que nadie me acusa. Entonces, si voy a una ventanilla de Hacienda y el funcionario me habla en francés, le respondo en francés (aunque no sepa), convencido de que tal es mi verdadera nacionalidad, mientras que la española fue un sueño. Y si estoy tirado en el sofá y veo acercarse a mi mujer con la correa del perro en la mano, soy capaz de ponerme dócilmente a cuatro patas, por si mi condición de hombre hubiera sido un delirio del que me tengo que apear (mi perro los tiene, pero sólo él y yo lo sabemos). Observo mi existencia con la perspectiva que dan los años y me parece un milagro que haya sido siempre, más o menos, la misma cosa, que no haya dejado, en fin, de ser quien soy, quizá para ocultar que en realidad soy un perro, un asesino, un eximio escritor (¿qué rayos querrá decir eximio?). De todas formas, no crean que me siento a salvo. Cada vez que suena el timbre de la puerta, me acojono, por si fuera la policía. O un hispanista norteamericano.