domingo, 26 de abril de 2009

Ídolos

MANUEL VICENT 26/04/2009

Los ídolos no hablan. Sean de oro, de hierro o de piedra los ídolos permanecen impasibles, con la boca cerrada, ante el vaivén de los hombres. El silencio es el tesoro más valioso en cualquier tabernáculo. En medio de la frenética algarabía de la humanidad a Buda no ha habido forma de arrancarle una sola palabra durante miles de años. Se presenta ante sus fieles sonriente o airado, con barriga o sin ella. Si su imagen puede expresarlo todo, es sencillamente porque calla. Alrededor de una máscara bailan en la selva los seres primitivos para celebrar las victorias sobre sus enemigos, implorar beneficios a las fuerzas sobrenaturales o ahuyentar a los malos espíritus. La máscara presencia ritos, fiestas y matanzas sin alterar la expresión. En el interior de sus ojos vacíos habita un poder oscuro que cohesiona a la tribu. La esfinge de Gizeh se ha dejado roer el rostro por el viento del desierto antes que contestar a los millones de curiosos que la han interrogado inútilmente. Si un día la esfinge cometiera la frivolidad de desvelar su enigma, sin duda ese secreto se convertiría en un gran titular en todos los noticieros del mundo, pero a continuación, pasada la novedad, la esfinge perdería todo el prestigio acumulado durante siglos y al poco tiempo su respuesta se convertiría en materia de concurso de televisión. Ni los ídolos que imprimen carácter a las religiones animistas ni los tres dioses monoteístas que gobiernan nuestra vida mediante el Libro Sagrado se han ido nunca de la lengua. Su poder se deriva de su silencio, pero su ejemplo no lo siguen los grandes sacerdotes ni los políticos, que los representan en la tierra. Ahora parece que a los políticos y a los obispos, antes tan sobrios, la lengua les llega a los pies y se la van a pisar un día. Dicen una cosa por la mañana y la desdicen por la tarde, mienten en la prensa y se desmienten en la radio, no paran de soltar aire por la boca, como si tuvieran el cuerpo lleno de flato que necesitan liberar a toda costa para no reventar. Nadie puede ser temido o admirado si no se protege con la coraza impenetrable del silencio. Los políticos que dejan una huella más profunda en la historia son aquellos cuyo hermetismo se parece al que proyectan las máscaras.

viernes, 17 de abril de 2009

Terapia aversiva

La democracia es un procedimiento. Pero incorpora también unos valores. No es posible concebir el uno sin los otros, ya que el procedimiento “participa” –por expresarlo en términos platónicos– de la sustancia misma de esos valores. Ahora bien, no toda participación resulta igual de lograda. Entre el original y la copia se interponen multitud de pequeños desajustes. De ahí que toda realización democrática sea susceptible de ser criticada a la luz del modelo que intenta copiar, de un modo parecido a como enjuiciamos la calidad de un retrato por su fidelidad (o no) a las facciones del retratado. Con una particularidad: uno de los rasgos de la democracia consiste precisamente en la necesidad de revisarse de continuo a sí misma. De modo que, al criticarla, la estamos realizando. Ma non troppo: una crítica desaforada puede llevar a la quiebra del sistema que la hace posible. No sería la primera vez que esto sucede: basta con recordar los años 20 y 30 del pasado siglo, cuando los vituperios contra la “esclerosis” democrática atrajeron en tropel a toda una cuadrilla de violentos cirujanos.

Actualmente las principales críticas dirigidas contra la democracia resaltan sobre todo la brecha cada vez más profunda que se ha abierto entre representantes y representados, lo que conduce –sostienen algunos– a un desinterés creciente de estos últimos por todo lo relacionado con la cosa pública. Se desearía que los representantes fueran simples correas de transmisión de las demandas de los ciudadanos, neutros y pulcros servidores de sus designios soberanos. Se observa, sin embargo, que los representantes son también seres humanos (“demasiado humanos”, diría uno) y, como tales, dotados de unos intereses que, con frecuencia, colisionan con los de sus representados. Ante este divorcio entre políticos y ciudadanos y el consiguiente riesgo de apatía que se cierne sobre estos últimos, se ha respondido desde diversos sectores con la formulación de distintos mecanismos que conforman lo que algunos llaman “democracia participativa”. Dichos mecanismos van desde la extensión del voto obligatorio a la proliferación de referendos (especialmente en el ámbito local), pasando por la intervención directa de los afectados en la gestión de asuntos relacionados con la educación o el consumo.

La educación, por supuesto, también tiene aquí mucho que decir, al ilustrar de modo elocuente cómo la democracia es la única forma de gobierno que necesita para existir de la aquiescencia activa de sus ciudadanos. Igual que el nadador se mantiene a flote sólo si se esfuerza por hacerlo (la pasividad le conduce a la muerte), la democracia sobrevive en la medida en que todos nos sintamos implicados en ella. Iniciativas como la asignatura de “Educación para la ciudadanía” inciden en esta necesaria toma de conciencia. Sin embargo, la finalidad de este artículo consiste en poner en valor otro instrumento educativo que –por hacer un uso algo adulterado del lenguaje teológico– denominaré “vía negativa” hacia la democracia, y que consiste en mostrar lo que la democracia no es. Estamos tan habituados a las bondades de nuestro sistema (entre las que se incluye la crítica sin tapujos de sus defectos) que nos olvidamos a menudo de ellas. Sucede como con la pureza el aire que respiramos: sólo alcanzamos a valorarla en la medida en que –debido a la contaminación– deja de estar a nuestro alcance.

Es necesario, pues, rememorar –a través de la Historia– lo que era vivir en sociedad antes de que la democracia modelara sus instituciones. O –a través del ensayo o del reportaje de investigación– descubrir el funcionamiento de aquellas sociedades en las que todavía no existe la democracia (o existe sólo de manera nominal). Si nos hacemos plenamente conscientes de lo que significa vivir en una no-democracia, valoraremos mucho mejor lo que es la democracia, y seremos más cautos y razonables –menos invasivos– en nuestras críticas hacia ella. De este modo tal vez evitemos el terrible error cometido en los años 20 y 30. Recomiendo a este respecto, como terapia aversiva para los que de un modo inconsciente trabajan por la deslegitimación de la democracia, la lectura de la trilogía que Vitali Shentalinski dedica al “tratamiento” dado a la intelligentsia rusa durante los años más atroces del stalinismo. Tras cerrar el libro se percibe lo puro que es –aunque a veces no lo parezca– el aire que respiramos.


José Zafra Castro

domingo, 12 de abril de 2009

Objeción de conciencia



Oponerse a las leyes injustas que los países europeos han puesto en marcha contra la inmigración ilegal es un derecho inalienable de todo ciudadano. A los más afectados por la crisis sólo les queda hoy la solidaridad

JUAN GOYTISOLO 12/04/2009

La actual crisis económica mundial se ceba con mayor crueldad con los sectores sociales más vulnerables, y a su cabeza, con los inmigrantes indocumentados, convertidos gradualmente en los últimos años en seres "ilegales", sin patria, trabajo ni futuro. El drama no se desenvuelve sólo en las fronteras de la Fortaleza Europea, ya sean las de la cuenca mediterránea, ya del trayecto África occidental a Canarias. Los sospechosos por el color de la piel o sus características "étnicas" viven atrapados en un laberinto invisible, sin salida alguna. Nos cruzamos con ellos en el metro, por las calles de Madrid, París o Roma, en la ignorancia de la inquietud que les embarga, de su aprensión a una vida sin horizonte, en precario equilibrio en el filo mellado de una navaja. ¿Van a encontrar algún empleo no declarado, a someterse, como en sus países de origen, a unas condiciones draconianas de algún explotador sin escrúpulos? La posibilidad de acogerse a esta nueva forma de servidumbre resulta, no obstante, cada vez más ardua. Los diferentes Estados de la Unión Europea endurecen las leyes y, por temor de las sanciones previstas en ellas, el número de empresarios o patronos que se arriesgan es cada vez menor. Queda, ¡cuán aleatoria y frágil!, la tabla de salvación de la solidaridad.

En mi reciente estancia en París asistí a la exposición fotográfica de la novelista Carole Achache en el vestíbulo de la alcaldía del distrito undécimo de la capital: la de una cuarentena de manos anónimas con una breve, casi telegráfica, historia de las mujeres y hombres que firman o sostienen los expedientes de sus recursos de amparo contra la expulsión. Vidas colgantes de un hilo: el del impulso humano más noble, de una fraternidad condigna a la igualdad radical con nuestros semejantes cualesquiera que sean sus orígenes, etnia, cultura o religión. La pequeña asociación organizadora del acto es un hermoso ejemplo de ello: sus miembros asumen la defensa legal de los amenazados en su lucha silenciosa por la existencia en el país en donde se refugiaron huyendo de una lobreguez carente de perspectivas. La Red Educativa Sin Fronteras -tal es el nombre de la asociación- infringe a sabiendas la normativa que extiende hasta dos años el periodo de detención de los irregulares, reos del flagrante delito de aspirar a una vida mejor. Carole Achache me presentó a una de las familias pendientes del papeleo administrativo, en el limbo de la ilegalidad. Los "ilegales" -¿puede ser ilegal un ser humano?-, oriundos de la región marroquí de Uxda, hablaban correctamente el francés, y sus hijos seguían con éxito los cursos del año escolar. En el dédalo kafkiano de una burocracia ajena a sentimiento alguno, la mano hospitalaria que les conducía ante jueces, procuradores y abogados era la de alguien consciente de que facilitar alojamiento, comida o asistencia jurídica la sitúa al margen de las leyes vigentes en el ámbito de la casa común europea.

Quince días antes de este emotivo encuentro -conozco bien el mundo de los Beni Snasen, y la conversación con el matrimonio y sus hijos me conmovió- había vivido una experiencia similar en los invernaderos de los campos de Níjar, adonde fui con motivo del cincuentenario del librillo homónimo. Un vehículo de la asociación Almería Acoge nos guió -a mí y al equipo de televisión que me acompañaba- por los pasillos abiertos entre aquéllos hasta el modesto centro de asistencia a los inmigrantes edificado sobre las ruinas de una alquería como las que moteaban de blanco el paisaje, tan bello como árido, de hace medio siglo. Una construcción de una sola planta con duchas, sanitarios y una habitación con sillas y una mesa donde se imparten clases de español, sirve de punto de reunión para los magrebíes y subsaharianos varados, tras una azarosa y potencialmente mortal travesía, en aquel otro mar refulgente, en cuya superficie de plástico el sol reverbera y ciega la vista. A menos de un kilómetro di con unas casuchas abandonadas en las que se amadrigaban una docena de inmigrantes sin trabajo ni papeles a la espera improbable de una baraka que les redimiera de la fatalidad del destino. Desde la crisis y el ascenso imparable del número de operarios sin empleo, los empresarios agrícolas que se enriquecieron a costa de ellos actúan con mayor cautela. La nueva Ley de Extranjería castiga con multas de 500 a 10.000 euros a quienes no den de alta al trabajador extranjero en la Seguridad Social o incumplan las normas de la contratación laboral. Pero esta ley que sustituye la dictada por Aznar en 2001 -modificada posteriormente tras su derrota electoral- no establece diferencias, sino en el grado de la pena impuesta entre empresarios negreros y quienes, como Almería Acoge, obedece al imperativo ético de la hospitalidad. Sus voluntarios, como los de la pequeña asociación parisiense, profesan, no obstante, los principios formulados en la Declaración de Derechos Humanos de Naciones Unidas, unos principios de validez universal. El que la Unión Europea les vuelva la espalda como sucede desde hace algún tiempo, sobre todo desde el desplome financiero del casino global y el pinchazo de la monstruosa burbuja inmobiliaria, no es razón suficiente para renunciar a ellos: la ayuda a nuestros semejantes libres de toda culpa no es ni puede constituir delito alguno.

Escribo esto mientras leo a diario en la prensa cuanto acaece en las fronteras marítimas de nuestra Fortaleza. El bello y estremecedor testimonio de mi amigo Daniel Rondeau ('Boat people d'Aujord'hui', Le Monde, 26-3-2009), embajador francés en Malta, nos informa puntualmente de las incidencias de la travesía cruel de Sur a Norte de decenas de millares de mujeres, hombres y niños exangües que tienen la suerte de orillar en la isla, en Pantelaria o en las costas italianas -"obligados a trabajar para pagar su viaje, robados siempre, a veces abandonados a una muerte segura en pleno Sáhara y sujetos en cada etapa de su periplo a su extorsión por policías, aduaneros y traficantes"- para ser "acogidos" en un centro de retención y devueltos en la mayoría de los casos a sus países de origen. Con las actuales leyes, muchos pesqueros temen socorrerlos de un inminente naufragio por las complicaciones legales que ello acarrea y se limitan a señalar su presencia, a veces demasiado tarde, al Centro de Control Marítimo y Salvamento. La antigua y noble solidaridad resulta hoy conflictiva.

El retroceso cívico y social del Viejo Continente en los últimos años es un indicativo de los tiempos peores que nos aguardan si no tomamos la iniciativa de denunciarlo. El censo gitano de Berlusconi, azuzado por los clamores racistas de una jauría movilizada por la Camorra napolitana; el proyectado en Francia por Sarkozy, cuyo doble filo -menos proteccionista que discriminador- inquieta con razón a quienes guardan el recuerdo del impuesto por Vichy a los judíos; los cupos de expulsión de "irregulares" aplicados ya en Francia, Italia y en nuestro país, pese a los desmentidos oficiales, acrecientan los temores a una deriva xenófoba contra las etnias sospechosas de ser la causa de cuantos males nos abruman. Las pegatinas con el lema "español parado, inmigrante expulsado", de una inquietante Alianza Nacional que salpicaban las paredes de algunos barrios sevillanos resumen el sentimiento de rechazo y demonización de quienes emigraron como nosotros hace cincuenta años.

El manifiesto para la reforma de la ley, Salvemos la hospitalidad, promovido por Soledad Gallego-Díaz en su magnifico artículo de Opinión en estas mismas páginas (8-3-2009) merece el apoyo de todos. La solidaridad y el respeto de los derechos humanos no pueden ser delito ni infracción como lo fueron en un pasado difícil de olvidar. Vayamos a la raíz de los males: a los países expoliados por el colonialismo y las satrapías que le sucedieron. Habría que devolver allí los millones robados por sus cleptocracias y las nuestras, y evitar así el peaje de vida o de muerte de quienes convierten el Mediterráneo, como leí recientemente, en tumba abierta. La objeción de conciencia a una ley injusta es un derecho inalienable de todo ciudadano.

Recordaré por enésima vez las palabras de Sahrazad en las Mil y una noches, palabras cuya nítida desnudez desmonta las argucias de los Berlusconi que hoy medran y gobiernan: "El mundo es la casa de quienes carecen de ella".

La cabaña

MANUEL VICENT 12/04/2009

Dijo Pascal que todo lo malo que le había ocurrido en la vida se debía a haber salido de su habitación. Se trata de un pensamiento muy certero, porque, bien mirado, todos los problemas que uno arrastra a lo largo de los años se derivan del hecho de haber abandonado aquella cabaña que un día montó en el jardín cuando era niño. El mito de la cabaña sigue teniendo hoy una fuerza extraordinaria. No hay escritor, artista famoso, político, hombre de negocios o banquero sacudido por el estrés que no sueñe con retirarse durante un tiempo a vivir en una cabaña lejos del mundo. Existen cabañas de muchas clases, según el subconsciente de cada uno; las hay de indio apache, de pastor, de leñador del bosque, de pescador escandinavo, de expedicionario perdido en el desierto, de náufrago en una isla de los mares del sur. Otras adoptan la forma de castillo medieval, con almena o sin almena, recias e inexpugnables. En todos los parques públicos y en los jardines de infancia se montan cabañas para que los niños jueguen a esconderse o a protegerse de unos enemigos imaginarios. Algunas son muy lujosas, pero ninguna se parece a aquella tan maravillosa y rudimentaria que construimos, cuando éramos niños, con cuatro palitroques y una empalizada de cañas en el desván, en el patio o entre las ramas de un árbol. La seguridad que nos daba aquella cabaña se perdió junto con nuestra inocencia. Un día dejamos de jugar. A partir de ese momento quedamos desguarecidos, solos en la intemperie, lejos del mundo de los sueños, frente a unos enemigos reales. Es evidente que estamos rodeados de basura por todas partes. A cualquier hora del día nunca deja uno de ser agredido por la sucia realidad, por un acto de barbarie o de fanatismo. Pero existen seres privilegiados, que son capaces todavía de montar a cualquier edad aquella cabaña de la niñez en el interior de su espíritu para hacerse imbatibles dentro de ella frente a la adversidad. Si uno la mantiene limpia es como si estuviera limpio todo el universo; si en su interior suena Bach la música invadirá también todas las esferas celestes. Este reducto está al alcance de cualquiera. Basta imaginar que es aquella cabaña en la que de niños nos sentíamos tan fuertes.

sábado, 11 de abril de 2009

Corín Tellado, la más leida


La escritora Corín Tellado muere en Gijón a los 82 años

Está considerada como la segunda autora más leída en lengua castellana, por detrás de Cervantes.- A lo largo de su vida publicó más de 4.000 títulos y vendió más de 400 millones de ejemplares

JAVIER CUARTAS - Oviedo - 11/04/2009

La escritora Corín Tellado ha muerto esta madrugada a los 82 años de edad en su domicilio de Gijón, según han confirmado fuentes familiares. La autora, la más leída en español después de Miguel de Cervantes, ha publicado más de 4.000 novelas románticas, de las que se han vendido más de 400 millones de ejemplares, a lo largo de su vida.

Hace años, los médicos diagnosticaron a Corín Tellado problemas renales, lo que le obligaba a seguir un tratamiento de diálisis. Pese a todo, la escritora continuaba en activo, escribiendo relatos breves para la revista Vanidades, con sede en Miami (EE UU).

María del Socorro Tellado López nació el 25 de abril de 1926 en Viavélez, una localidad costera del municipio asturiano de El Franco. Tras residir algunos años de su adolescencia en Cádiz, donde se mudó la familia, en los 50 regresó a Asturias, donde fijaría su residencia en Gijón. allí, la escritora tendría dos hijos, fruto de un matrimonio que terminó en separación pocos años después del enlace.

La autora estuvo vinculada a la editorial Bruguera durante la mayor parte de su precoz y prolífica carrera. En 1945, con menos de 20 años, publicó Atrevida apuesta. Sería la primera de una larga serie de novelas románticas que tuvieron gran éxito a ambos lados del Atlántico. En los años 60, la UNESCO le atribuyó el reconocimiento de autora viva más leída en lengua castellana.

El Gobierno de Asturias destaca su "modernidad"

Al conocer la noticia, la consejera de Cultura y Turismo de Asturias, Mercedes Álvarez, ha lamentado la muerte de la escritora, de quien ha destacado los "rasgos de modernidad" que acompañaron su obra. "Corín Tellado fue una escritora muy leída y muy querida, además de una mujer muy adelantada a su época", ha afirmado Álvarez en un comunicado.

Tanto la consejera de Cultura como el presidente del Principado, Vicente Álvarez Areces, tienen previsto acudir esta tarde al tanatorio de Cabueñes, en Gijón, donde se ha instalado la capilla ardiente de la escritora, para dar el pésame a la familia.

jueves, 2 de abril de 2009

Abortos y otras malformaciones

FERNANDO SAVATER 02/04/2009

Durante la mayor parte de la historia, las leyes han servido para fijar y hacer obligatoria la moral mayoritaria de la sociedad. Hoy también es así en muchos aspectos, desde luego, pero además apuntan otro cometido más revolucionario: permitir que diversas opciones morales convivan juntas, señalando límites al comportamiento admisible aunque no a la conciencia. Las leyes contemporáneas de las democracias avanzadas no pretenden zanjar todas las disputas morales, sino impedir que lo que unos consideran pecado deba convertirse en delito para todos. Como todo reconocimiento institucional de la libertad de conciencia, ello obliga al incómodo ejercicio de convivir con lo que no nos gusta y aceptar que no se castigue penalmente las transgresiones de lo que nosotros íntimamente nos prohibimos.

Me parece muy comprensible que, digan las leyes lo que digan, el aborto siga constituyendo un problema moral para muchos ciudadanos. Es más, incluso me tranquiliza sobre la dudosa salud ética de nuestra comunidad que sea así. La responsabilidad por la procreación o por su renuncia demuestra una valoración de la persona venidera muy estimable y que no debe descartarse como un risible prejuicio. No creo en modo alguno que el aborto sea mera cuestión de la posesión de su cuerpo por parte de la mujer y me gustaría que también la opinión del progenitor masculino, si decide hacerse responsable, fuese de algún modo atendida. En este asunto hay muchos dogmas supersticiosos y no todos provienen de los curas... Si alguien me preguntase, yo diría que la única justificación de aborto es precisamente el derecho de quien va a nacer a no llegar al mundo con el rechazo previo de los primeros semejantes que deben acogerle. Bastante peliaguda es ya la cosa sin semejante lastre...

Lo inaceptable en nombre de la convivencia es convertir el asunto en una disputa entre criminales y protectores de la vida, como si la existencia de las personas fuese una cuestión biológica y no de interpretación social. No son argumentos de obstetricia ni de ninguna otra ciencia los que pueden zanjar legal ni mucho menos moralmente una cuestión tan delicada que compromete valores fundamentales de nuestra sociedad. Los científicos pueden aportar datos indispensables pero siempre abiertos a estimaciones controvertidas, que las leyes tratarán de reflejar dando protección a la libertad de los individuos presentes y también a la estima que merecen los venideros. Por cierto, sería muy aconsejable que esta relativización de las constataciones científicas fuese también aplicada en otros casos de flagrante prejuicio, como la cruzada contra las drogas que tantos daños sociales y políticos acarrea.

Sin duda las organizaciones y ciudadanos contrarios a la reforma de la ley pueden expresar su discrepancia, aunque sería bueno que se distinguiese entre objeciones al nuevo texto y al aborto en términos absolutos. También la Iglesia católica, claro, puede hacerse oír. Pero de nuevo se plantea el papel público de esta influyente entidad privada. Por ejemplo, las procesiones de Semana Santa: o bien son una manifestación folclórica como los sanfermines, que imponen en algunas ciudades limitaciones a la vida urbana de cierto peso y no por todos aceptadas con el mismo entusiasmo, o bien son una expresión de dogmas de alcance social y político sectario que ni las autoridades ni el resto de la ciudadanía tienen que acatar como algo perentorio y universal. Hay mucha gente que se resigna a las vírgenes apuñaladas y cristos ensangrentados como una tradición festiva, pese a su lúgubre aspecto, pero no se les puede pedir que se entusiasmen con ellas si las ven utilizadas contra su propio derecho a la libertad de conciencia.

Digan lo que digan los autobuses polémicos, el problema no es si Dios existe o no, sino si vivimos en una sociedad realmente laica, es decir, con leyes que distinguen eficazmente entre delitos y pecados.

miércoles, 1 de abril de 2009

Paseo matutino

RYSZARD KAPUSCINSKI 18/02/2007

Todas las mañanas, después de despertarme me tomo un café y salgo a dar mi paseo. Son las siete. Recorro la calle en la que vivo, la Prokuratorska, en dirección a la Wawelska. Paso junto al consulado británico: ante la verja, a esta hora, ya espera un nutridísimo grupo de personas. Pasan allí la noche, duermen en los coches, en los céspedes, en los bancos: han venido para solicitar un visado. Enseguida sé que estoy en el Tercer Mundo. Tamañas aglomeraciones no se dan ni en Oslo ni en Berna, pero sí en Kampala y en Kuala Lumpur.

Los habitantes de los países más o menos pobres -como Polonia sin ir más lejos- ofrecen su barata mano de obra; los países ricos se defienden, tienen de sobra donde elegir. Hambrientos, aunque no tanto como para no poder moverse (como mis miserables del Sahel), intentan tomar por asalto a Occidente, donde, si se logra conseguir un empleo, aún se puede ganar un buen sueldo (un vecino de mi madre, pan Kucharski, un albañil ya entrado en años, preguntado un día cuál era su mayor deseo, le respondió sin pensárselo dos veces: "¿Sabe, señora?, sueño con ganarme un buen pellizco, ¡aunque sea una sola vez en mi vida!").

El anhelo de un buen sueldo no se limita al simple deseo de llenarse los bolsillos. Al fin y al cabo, se trata de una necesidad de autoafirmación: así demostraré públicamente lo que valgo, qué lugar ocupo en el escalafón de la jerarquía social. La pregunta por los ingresos es, sobre todo, una pregunta por mi persona: cómo me ven y califican, en cuánto me aprecian.

Justo detrás del consulado está el cruce entre la Wawelska y la avenida Niepodlegosci, lugar donde se encuentran los límites de tres barrios: Mokotów, Ochota y Sródmiescie . Tengo delante, enfrente de la sede central del Instituto de Estadística, el edificio en que vivió antes de la guerra el autor de Gente clandestina, el gran maestro masón y senador socialista Andrzej Strug. Fue en su piso donde Witkacy conoció a Czeslawa Okninska, el último amor de su vida. Corría el año 1929. Una década más tarde, en 1939, partieron juntos rumbo a Polesia. Allí, en un bosque cercano a la aldea de Jeziory, cometieron su doble suicidio (al que sin embargo ella, salvada a tiempo, sobrevivió).

Cruzo la calle Wawelska y entro en los Campos de Mokotów. Veo desde lejos la sede de la Biblioteca Nacional, siempre en obras. Llama la atención que, antes de empezar a erigirla, habían levantado todo un conjunto de edificios y sólidos barracones para albergar a los burócratas de la empresa constructora, como si hubiesen asumido de antemano que la Biblioteca -tampoco gigantesca que digamos- tardaría años en edificarse, cuando no generaciones enteras. Y en efecto, ¡no se equivocaban! Los despachos de la administración rebosan de oficinistas desde la primera hora de la mañana, mientras a pie de obra, en un andamio ya corroído, se ve un solo albañil y, un poco más allá, un segundo obrero mezcla un puñado de argamasa en una hormigonera desvencijada.

Ahora (estamos a finales de mayo) me adentro en la verde exuberancia de los Campos de Mokotów. Aquí, junto al cruce de la Wawelska con la avenida Niepodlegosci, habían construido en 1945 un pequeño barrio de minúsculas casas unifamiliares de madera, conocidas como finlandesas. Poco después de la guerra nos concedieron una de ellas, porque mi padre trabajaba entonces en la Empresa Social de Construcción. Aquella estrecha casita, sin cuarto de baño y sin calefacción central, era un lujo, el colmo de la felicidad, pues hasta entonces habíamos vivido apiñados (una familia de cuatro personas) en una diminuta cocina de la calle Srebrna, en medio de los escombros, en los terrenos ocupados por unos almacenes de cemento y ladrillo, cerca de la vía muerta llamada Siberia (en tiempos, de allí partían transportes de deportados a Sibir).

Nuestra casita (la dirección: Colonia núm. III, casa núm. 6) estaba situada junto a un terraplén de arena del que, en invierno, los niños bajaban en trineos. En el mismo terraplén, en 1935, se había colocado la cureña con el ataúd de Pilsudski. Desde aquel sitio el Mariscal recibió su último desfile, antes de que el cortejo fúnebre partiera en dirección a Cracovia, al castillo real de Wawel.

Enfilo un sendero que se adentra en la hierba -a esa hora de la mañana, plateada por brillantes gotas de rocío-, flanqueado por altos chopos. Recuerdo cómo los plantaban justo al terminar la guerra; aquellos arbustos frágiles y quebradizos se han convertido en unos árboles esbeltos y robustos. Y me topo con un grupo de manzanos, perales y ciruelos; precisamente ahora florecen, exhalando un olor fuerte y dulce.

¿Un huerto? ¿Aquí? ¿En un parque público? Sí, porque se trata de árboles que había plantado alrededor de su casa el señor Stelmach, un tranviario y también, como se ha demostrado, estupendo jardinero y hortelano. El señor Stelmach ya está muerto, pero sus árboles siguen en pie, y sus manzanas, peras y ciruelas las recogerán en verano los niños del barrio, así como los borrachines de tres al cuarto que acuden a este paraje para apurar una botella de vino barato.

Lamentablemente, mi sendero también pasa cerca de un lugar muy triste. Hoy es un bonito prado, pero entonces, después de la guerra, era un lodazal arcilloso de cuyos surcos, aquí y allá, salían cuatro palitos de madera atados con un trozo de alambre. Tal cosa quería decir que en la tierra había una mina. Y recuerdo el día en que, yendo a la escuela, aún medio dormido y helado de frío, vi un niño pequeño sentado entre aquellos palitos, y antes de que me diera tiempo a espabilarme y pensar cualquier cosa, de repente vi un haz de fuego, oí un estruendo seco y agudo, y vi cómo aquel niño se inclinaba, se encogía y quedaba inmóvil.

Enseguida se oyeron gritos y empezó un gran trasiego de gente; habían salido los vecinos de las casas colindantes, pero cuando llegamos al lugar de la explosión, el niño yacía muerto, en medio de un charco de sangre. Debió de ocurrir aquí, junto a este chopo. Pero ¿dónde exactamente? Alrededor no hay más que hierba, en todas partes igual de exuberante.

Entro en la calle principal de nuestro barrio. Se llama Leszowa. No está asfaltada, ni tan siquiera empedrada. Negra, cubierta con polvo de carbón, cuando llueve aparece llena de charcos sucios, como de brea. En medio de la calzada está tumbado un chucho negro. Siempre está allí, y siempre tumbado. Cuando paso a su lado, me ladra. Sin moverse. Los suyos son unos ladridos pasivos, displicentes; podría dar la impresión de que el perro no es un ser vivo, capaz de sentir, sino un juguete de cuerda ladrador. Es como si yo, al caminar, pulsase algún botón invisible que accionara un mecanismo de ladridos apáticos y deprimentes.

A ambos lados de la calle Leszowa se extienden parcelas. Antes, en cada una había una casa de madera, pero a mediados de los años setenta echaron a la gente y las vendieron por cuatro chavos a altos cargos del régimen de Gierek. Ahora se las puede contemplar allí donde veranea la vieja nomenclatura. Eso sí, a los antiguos habitantes les dejaron el terreno. Todo ofrece ahora un aspecto muy pobre.

Las vallas están hechas de cualquier manera, ya de ramas, ya de trozos de alambre, ya de herrumbrosa malla metálica. Los cobertizos que se levantan en medio de estos pequeños huertos tampoco se presentan mucho mejor. Cada cual los construía como podía. Si tenía tablones, de tablones; si tenía hojalata, de hojalata, aunque también hay paredes de cartón grueso o de aglomerado, incluso de tela asfáltica. Los que lograban hacerse con una brocha y un bote de pintura, y además poseían el llamado sentido estético, pintaban con sumo cariño esas chapuceras instalaciones de aficionado. De manera que hay cobertizos amarillos y de color celadón, azules y rojo ladrillo, aunque predominan los verdes.

Las más de las veces -y éste es el rasgo que comparten- esas manos de pintura, en su día frescas y vivas, hoy aparecen descascarilladas, desconchadas, deslucidas... Sin embargo, la verdadera poesía de la fealdad y de la pobreza -aunque al mismo tiempo también una fantasía asombrosa y una especie de happening plástico- se halla en las portillas que conducen a los huertos. Hay varias docenas, todas únicas y diferentes, extraordinarias en sus birriosos diseños y formas.

De la calle Leszowa tuerzo a la izquierda y llego a un sucio barracón de color gris, de ventanas pequeñas y oscuras, como de una cárcel. El barracón forma parte de la cochera de cubas sépticas. Muchos de estos camiones cisterna están permanentemente aparcados, ya por falta de personal, ya porque no hay piezas de recambio o dinero para el combustible. La Biblioteca Nacional y la empresa metropolitana de saneamiento son dos instituciones que, una pegada a la otra, tienen sus sedes en los Campos de Mokotów.

La sombría pared del barracón de aspecto concentracionario la tapan en verano las altas y exuberantes bardanas. La maleza, aunque tosca y poco noble, resulta sin embargo mucho más agradable a la vista que la tapia de los talleres de la cochera, oscura y salpicada de barro y aceites de engrase.

Apenas se acaba la tapia, aparece un viejo vertedero. Viejo, porque, crecido junto a la cerca de la empresa metropolitana de saneamiento, lleva años en este lugar, un lugar por donde a cada hora pasan camiones sépticos y que, para mí, constituye motivo de una ininterrumpida reflexión en torno al misterio del raciocinio humano. Y más concretamente, en torno a un defecto que acusa, a saber: la falta de conexión entre ver y actuar. Y es que lo ven, lo ven todos los días, y, sin embargo, pese a disponer de una columna de vehículos de limpieza, no hacen nada. ¿Por qué? ¿Qué significado encierra esa inacción? ¿Qué secreto? ¿Qué enigma? ¿Qué les impide poner manos a la obra? El tema es apasionante.

Dicho sea de paso, la entrada a la calle Leszowa también exhibe un montón de basura. El contenido de las dos montañas, aplanadas ya por la lluvia y el tiempo, es muy parecido. Trapos, entre ellos uno azul marino y otro rojo (funda interior de una almohada de plumón), lo que queda de una gabardina de señora, zapatos podridos, vacías botellas de vodka, de vino, de cerveza, latas de conserva herrumbrosas, un cerrojo y un muelle igual de oxidados, jirones de papel, de hojalata, de plástico, un taburete roto, un cubo agujereado, un lavabo hecho trizas, o tal vez sea una taza de váter. Quién sabe qué más puede haber allí; todo vertedero es como una imaginación enferma, desnaturalizada y degenerada: sin límites y sin fin.

Salgo a un camino lleno de polvo y arena. En su día era una bocacalle de la Wawelska, y seguramente sigue siéndolo, pero hoy aparece horadada y levantada: en el fondo de una profunda zanja colocan una gran tubería. ¿Colocar? Es mucho decir, pues en realidad resulta harto difícil detectar progresos en la obra. Es cierto que ya desde lejos diviso varios obreros y una excavadora. No puedo decir que no haya ninguna actividad. La hay, y constante; no paran de caminar, inclinarse, contemplar. A veces incluso puede suceder que la pala de la excavadora se empotre a fondo en la tierra, que alguien grite: "¡Wladek, ven pa'cá!", que algún otro colega empiece a dar martillazos en el resistente suelo. ¿Y luego? Nada. Luego todo sigue como ayer y anteayer.

Cada vez que me dejo caer por ahí, paso junto a un mundo aparte, insensible a todos los seísmos políticos, a todas las tormentas y conmociones, a los valores cristianos y los dilemas europeos. Ahí suena siempre la vieja música. La misma danza a ritmo lento, bailada en círculos y al son de la melodía de toda la vida, con pasos archiconocidos, invariablemente cautelosos, no vaya a ser que se levante polvo o se derrame una gota de sudor.

Ahora puedo ir hacia la izquierda o hacia la derecha. Si elijo esta segunda opción, primero tengo que rodear un enorme hoyo de hormigón, lleno de basura: en tiempos había allí un lago artificial, quizá incluso una fuente. En cualquier caso, había agua. Recuerdo su gran superficie brillando al sol, a gente pasando horas sentada en los bancos, a niños correteando a lo largo de la orilla del estanque...

Más allá empiezan prados y árboles, la parte más hermosa del parque. Hay castaños, nogales y abedules, fresnos y alerces. Y mucha luminosidad cuando luce el sol. Y silencio. Tanto, que casi no se oyen los coches. La ciudad se ha alejado y desaparecido, ha aflojado su garrote, permite que descansemos de ella.

Traducción de Agata Orzeszek.