lunes, 27 de septiembre de 2010

"La barbarie es fruto de la mediocridad"


IKER SEISDEDOS (ENVIADO ESPECIAL) - Berna - 27/09/2010

A John Le Carré le encanta una buena trama. Cita al periodista una injusta mañana invernal en Berna, en el lujoso Bellevue Palace, uno de esos hoteles que retienen cierta grandeur incluso aunque, como es el caso, albergue una bullanguera convención de productores de gruyère.

A John Le Carré le encanta una buena trama. Cita al periodista una injusta mañana invernal en Berna, en el lujoso Bellevue Palace, uno de esos hoteles que retienen cierta grandeur incluso aunque, como es el caso, albergue una bullanguera convención de productores de gruyère. Podría pasar por el escenario de una de sus novelas si no fuera porque en efecto lo es. En el clímax de Un traidor como los nuestros (Plaza y Janés), su nuevo y estupendo libro, un voluminoso mafioso ruso, dos temibles ex agentes del KGB y un espía británico venido a menos pelean en el vestíbulo del hotel. En una esquina, esta mañana, Le Carré (Dorset, 1931), con blazer azul marino, lee en la columna de cotilleos del International Herald Tribune que la adaptación en proceso de su novela El topo (1974), Gary Oldman encarnará a su célebre creación el agente George Smiley.

"En este mismo salón", recuerda el gran novelista británico de espionaje, "se celebraba los sábados por la tarde un baile cuando llegué en 1949 a la somnolienta Berna escapando de Inglaterra para estudiar alemán. Pagabas tres francos y podías escoger a una chica con la que bailar bajo la atenta mirada de su madre". David Cornwell no era por aquel entonces el John Le Carré de su seudónimo, ese autor que adoran millones de lectores de todo el mundo, ni tampoco había sido aún reclutado en Oxford por el MI6, servicio de inteligencia británico, con una discreta palmadita en la espalda.

Han pasado más de 60 años, pero el viejo espía, que abandonó el servicio a principios de los sesenta, sigue embarcado en la misión de denunciar los problemas de nuestro tiempo desde el subsuelo del mundo del espionaje. En esta ocasión, el tema es el blanqueo internacional de dinero, el podrido Londres plutócrata y la impunidad en la que se mueven los oligarcas rusos. Hay espías, por supuesto, que "trabajan para un país que no alcanza a pagar las facturas" y "en el que el Foreign Office no es más útil que un sueño húmedo" y también hay héroes inconfundiblemente Le Carré, como la pareja protagonista, Perry y Gail, dos tipos normales en una situación completamente anormal.

Esta ronda de entrevistas, asegura el escritor, que vive en Cornualles, el finisterre británico, será la última. Si, como asegura uno de los personajes de Un traidor como los nuestros "los diplomáticos mienten por el bien de su país y los políticos para salvar su pellejo"... ¿Habrá que creer a un autor que ha construido su enorme reputación a partir de tipos tan acostumbrados a vivir en la mentira que olvidan lo que es decir la verdad? "Ya soy una persona mayor", explica Le Carré con la elegancia y la genuina amabilidad que adornan cada uno de sus gestos. "Bastante tengo con concentrarme en escribir. Y los requerimientos promocionales se han hecho enormes".

Pregunta. ¿Siente vértigo al asomarse a los 80 años?

Respuesta. No especialmente, solo agradecimiento por todas las vidas que viví.

P. ¿Tantas fueron?

R. He sido huérfano, interno en el gulag de la enseñanza británica, cristiano fallido, desgraciado, virgen durante demasiado tiempo, marido precoz, espía niñato que buscaba su identidad en la pertenencia a las instituciones del servicio secreto, amante desesperado con aventuras continuas y bastante idiotas. Supongo que maduré demasiado tarde.

P. Esto podría ser un ensayo para su anhelada autobiografía.

R. Siempre que la empiezo, acabo escribiendo una novela y eso está bien.

P. Sabemos por su propia confesión que fue espía en su juventud y que su padre fue un estafador de altos vuelos... ¿Le quedan secretos por desvelar?

R. No querría sonar pomposo, pero un escritor solo tiene un enigma y es su propia vida. Mi padre era un criminal y crecí con ello. Y sí, estuve en el servicio secreto. Nunca revelaría nada de aquel tiempo, por eso supongo que no escribo mis memorias.

P. De ahí que su némesis parezca Kim Philby, el doble agente británico al servicio de la URSS que le delató a usted y a decenas de sus compañeros...

R. No estreché su mano en Moscú cuando pude, en 1989. No quería dignificarlo, como él pretendió tras el parapeto ideológico del comunismo. Cuando nos traicionó, él ya era consciente de lo que era capaz Stalin. Cuando fui a Alemania por primera vez a finales de los cuarenta aún olía a muerte. No entendía cómo habían sido capaces. Luego, ya de mayor, me di cuenta de cada país tiene su barbarie. Y que la barbarie no es un atributo solo de los hombres poderosos. Es consecuencia de la mediocridad. Gente normal haciendo cosas horribles.

P. De la lectura de su última novela se deduce que no cree que el dinero no huela, el non olet de la vieja expresión de los romanos.

R. Apesta a tráfico de drogas, de armas, asesinatos a sueldo, a opresión y a enorme corrupción. Y creo que los bancos son en gran parte responsables del blanqueo internacional de dinero. Mucho más preocupante resulta el asunto en Rusia, donde no existe el dinero limpio.

P. Resulta irónico hablar de este tema en la capital de la confederación helvética... ¿Exigir a un banquero suizo control sobre el blanqueo de dinero es como aspirar a que un relojero de este país pida explicaciones al tiempo?

R. No es un asunto exclusivamente suizo. En Reino Unido los bancos también compiten por lavar más blanco. Le contaré mi propia experiencia en blanqueo de dinero... Cuando Harold Wilson era primer ministro, pagaba el 86% de tasas y si ganabas aún más que yo, podrías verte en la situación surrealista de que tenías que pagar más de lo que ingresabas. Así que una reputada firma contable me aconsejó que constituyese una empresa en Suiza de la que recibir un sueldo. Me metí en este mundo durante unos dos años, hasta que me pillaron. Desde entonces he sido puro y virginal. Nadie sabe ya cuándo el dinero es negro, blanco o gris. La realidad es que cuanto antes entre el dinero negro en el círculo del dinero legítimo, mejor para el sistema, aunque proceda de las más horrendas fuentes. La Rochefoucauld decía que la hipocresía es el peaje que el vicio le paga a la virtud. El propio sistema de los servicios secretos se basa en el dinero negro. Y si por esa razón en todos los países hay un cierto matrimonio entre el crimen y la inteligencia, en Rusia el matrimonio es completo. La Rusia de Putin es un Estado criminal.

P. Lo afirma rotundamente...

R. Lo es. Es una nación sin ninguna experiencia democrática. Sospechan de ella. Hay dos cosas que unen a los rusos; aman su país, siempre que pasan dos semanas fuera lo añoran terriblemente, y les aterroriza el caos. En nombre del patriotismo puedes conseguir mucho si eres un político. No digamos ya del miedo al caos. El truco para gobernar un gran país es convertirlo en víctima. Ya sea con ocasión de las Torres Gemelas o la amenaza chechena. Inventamos los enemigos que necesitamos.

P. Un cliché sobre su obra dice que con el fin de la guerra fría se agotó su tema literario. Da la sensación de todo lo contrario.

R. Es que vino una era posimperial apasionante...

P. Nada que se pudiese considerar, como en la desafortunada visión de Fukuyama, el fin de la historia.

R. ¡Claro que no! El propósito del capitalismo quedó desenmascarado. En una de las últimas apariciones del bueno de [su célebre personaje] George Smiley decía: "Ya hemos vencido al comunismo; ahora nos toca lidiar con el capitalismo". Y en esas estamos.

P. ¿Contra la URSS vivía mejor?

R. Al menos la mitad de los problemas eran de otros. El 11-S ha provocado dos cosas: el completo aislamiento de EE UU y la demonización del islam. A diferencia de los europeos, los americanos piensan que una guerra sirve para algo. Y francamente, no lo entiendo, porque esos tipos han perdido (o no han ganado) todas las guerras en las que se han metido. La II Guerra Mundial la ganaron los soviéticos, no vencieron en Corea, ni en Vietnam. De Irak se han ido con el trabajo sin terminar y no ganarán la de Afganistán.

P. ¿Cambiará algo Obama?

R. Desearía ser capaz de cambiar algo. No sé cómo podrá contra los lobbies, el aparato mediático de la derecha y contra su propio partido, que es extremadamente incompetente y desleal. Está esposado. Y luego está el asunto religioso, nunca pensamos que en el siglo XXI estaría tan condenadamente presente.

P. Desde luego, hay que pellizcarse para creerlo...

R. Mi considerable antipatía hacia Tony Blair viene por ahí. Y eso que le voté creyendo que era de izquierdas, cuando resultó ser más de derechas que Gengis Khan.

P. ¿Cómo ve a los servicios secretos en esta nueva era?

R. Me preocupa su politización. Están al servicio del poder, proporcionan información para sostener sus mentiras. Cuando yo me dedicaba a ello, nos considerábamos como los buenos periodistas; conseguíamos verdades para arrojárselas al poder. La diferencia con los periodistas es que estábamos autorizados a emplear otros métodos, como hablar con traidores, ser desleales, pinchar teléfonos y toda esa basura.

P. A todas luces de eso trata su obra, de hacer cosas erróneas por las razones correctas y los conflictos morales que eso acarrea.

R. Exacto. Sobre el conflicto de lo que nos debemos a nosotros mismos y a la sociedad. Sobre lo que es en realidad el patriotismo.

P. ¿Tiende a dar crédito a las teorías de la conspiración?

R. No. Mi limitada experiencia me dice que si usted y yo conspiramos, uno de los dos se lo contará a su novia, el otro se dejará una maleta olvidada en el metro y ambos olvidaremos sincronizar nuestros relojes.

domingo, 26 de septiembre de 2010

Sortilegio


MANUEL VICENT 26/09/2010

En el interior de un cuarto oscuro permanece el retrato de Dorian Gray. Mediante el pacto que el pintor ha hecho con las leyes secretas de la belleza se produce un sortilegio. El propio Dorian Gray de carne y hueso, que le ha servido de modelo, permanecerá siempre joven a la luz del día y toda la ruina física que regala el paso del tiempo la asumirá el retrato y en él se reflejarán los vicios, caídas y deseos frustrados de la vida. En el cuarto oscuro la figura representada se irá degradando. Sus ojos se inundarán de linfa amarilla, la piel tomará un color de tierra, la cabeza lentamente se cubrirá de ceniza, aparecerán manchas ocres en el dorso de las manos y bajo las sedas ajadas de la camisa y de los pantalones de terciopelo ya raídos se le caerán flácidas las carnes, mientras el joven Dorian Gray con el atractivo inalterable en el rostro, la mirada brillante, la tensión en los músculos, seguirá seduciendo, bebiendo y bailando en fiestas interminables. Este relato de Oscar Wilde es solo literatura. En la vida corriente de cada uno el sortilegio de Dorian Gray se produce al revés. El cuarto oscuro es nuestro pasado y en él permanecen intactos el niño, el joven, el adulto, el ser fuerte y tal vez indomable que fuimos un día. Mientras a pleno sol nuestro cuerpo con los años se va destruyendo, esos seres maravillosos que nos habitaron sucesivamente, si uno no los ha asesinado, siguen vivos en el espacio oscuro de nuestra memoria. Conservan la primera inocencia, la turbulenta pubertad, los deseos juveniles de cambiar el mundo, la limpia ideología de comprometerse por los demás, el derecho a equivocarse, la firmeza del cuerpo y el mismo espíritu de libertad. Si no hubiera espejos nadie conocería su propio rostro. Solo envejeceríamos en la mirada de los otros. Ese sería un juicio inapelable. Pero esos seres vivos del pasado tan puros que llevamos dentro son también un espejo velado y la verdadera destrucción espiritual se produce cuando uno no reconoce la propia imagen al reflejarse en ellos. En este caso Dorian Gray ya viejo con todos esos seres muertos a cuestas irá en un descapotable rojo a una fiesta. Con una copa en la mano, lleno de melancolía, verá bailar en el jardín a las muchachas cubiertas de flores y esa será su condena.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Ustedes nos han hartado

JAVIER MARÍAS 12/09/2010

Aunque ya sabemos que las vacaciones no duran nada; aunque los políticos sigan presentes en televisiones y prensa también durante el verano, y en este que termina hayan aumentado el número de sus apariciones para demostrar que en época de crisis no regatean esfuerzos; aunque seamos conscientes de que cada nueva temporada no merece el adjetivo y es una agotadora repetición de lo mismo; aun con todo eso, resulta inevitable levantar la vista en septiembre y otear el horizonte como si pudiéramos divisar en él algún signo de renovación o frescura, sobre todo en la vida pública. Hacerlo en nuestro país es descorazonador y deprimente, y la perspectiva de volver a ver y escuchar a nuestros representantes a tiempo completo, sin clemencia alguna por su parte, sólo provoca pereza, aburrimiento infinito, gran desdén, desesperación, desaliento. ¿Por qué no se quedan en sus lugares de veraneo, donde sin duda no estaban mal y se hacían algo menos visibles y audibles? ¿No se dan cuenta de que nadie los ha echado de menos, de que no nos ha costado nada olvidarlos (en la medida en que nos lo han permitido, siempre insuficiente), de que el país ha seguido funcionando –mal, pero bueno– sin necesidad de sus intervenciones y exabruptos, de que les veamos las caras, de que oigamos sus gritonas voces y su léxico propio de perros? Ay, Señor, hace escasas semanas la Ministra de Defensa, hablando de los piratas del Índico, habló de la conveniencia de que éstos “sean ajusticiados en un juicio justo”. No sabía que se hubiera restaurado la pena de muerte en Europa, porque lo que ella pidió con sus palabras fue que se los ejecutara uno tras otro, eso sí, “en un juicio justo”.

Según he leído en las columnas de Carlos Cué durante agosto, hay algunos políticos –él los trata de cerca– que, en contra de lo que parece, se preocupan por la mala fama del gremio o por la suya en particular, e incluso piensan en cómo poner remedio a situación tan desagradable. Para mí lo sería, y creo que para cualquiera: pertenecer a un oficio desprestigiado en su conjunto, percibido en sí mismo como un problema según las encuestas del CIS (el tercero mayor que padece España); las declaraciones de cuyos integrantes son escuchadas con escepticismo e incredulidad en el mejor de los casos, en el peor como falacias y engaños, y en el intermedio como algo vacuo y jamás pensado por quienes las pronuncian, sino tan sólo dictado por los “aparatos” que los controlan y esclavizan. Ser vistos como gente servil con sus superiores, a menudo corrupta y ladrona, mendaz, desconsiderada y cínica, incoherente, contradictoria y con una cara que se la pisa, me parece una de las maldiciones mayores que puede sufrir cualquier sujeto.

Las valoraciones que la ciudadanía hace de los líderes cada cierto tiempo, arrojan invariablemente el mismo mensaje: la gente suspende –con alguna extrañísima excepción y puntuaciones humillantes– a todos estos políticos, sin que eso signifique que no considera necesaria la existencia de políticos. Éstos lo son, y mucho, pero hace ya demasiados años que el veredicto es inequívoco: estos no nos gustan; es más, los encontramos calamitosos, una desdicha, una plaga, una ruina; así que cámbienlos. Denles boleta a los insustanciales Zapatero, Rajoy, Fernández de la Vega, Salgado, Arenas, Blanco, Montoro, González Pons, Mas, Herrera y Cayo Lara. No nos saquen más a las engreídas y redichas Pajín y Sáenz de Santamaría, que cada vez que se dirigen a nosotros lo hacen como si fuéramos párvulos y ellas nos tuvieran que explicar el mundo desde el abecedario. No nos hagan leer más entrevistas con la iletrada y presuntuosa Aído, con los cerriles Puigcercós y Urkullu, con la envanecida Rosa Díez, con el desvergonzado Trillo. El mejor favor que se pueden hacer a sí mismos es dejarse ver poco y callar mucho, procurar pasar inadvertidos. No nos jaleen más a las chabacanas Barberá y Aguirre, a los iluminados y fatuos Camps y Bono, al melifluo Gallardón que destroza. Tampoco queremos verle a Moratinos más humillaciones ni más disfraces. Seguro que en cada partido hay personas más inteligentes, menos pagadas de sí mismas, que no hablen como gañanes ni suelten tantas sandeces, que no roben y sean cabales, que no se crean que son votadas por sus méritos o su carisma, sino porque los “aparatos” los han colocado en buen puesto y porque los electores, desquiciados, echan la papeleta de quienes odian un ápice menos. Dejen a Rubalcaba si quieren y recuperen a Rato y Solbes que no ofenden y parecen saber lo que se dicen.

Espero que no sea cierto, pero leo que los políticos “están rumiando una ley para que las televisiones privadas” (las públicas no digamos) “se vean obligadas a emitir equis minutos con las buenas obras de cada partido parlamentario”. El argumento es, por lo visto, que “hay que luchar contra el abstencionismo”. Ya es bastante alarmante que se pretenda imponer algo a ningún medio –una medida propia de dictaduras–; pero más aún la imbecilidad que denota: puesto que tenemos tan mala prensa, que se nos ensalce por ley y decreto. ¿De verdad la clase política actual no se da cuenta de que eso sería contraproducente y de que la tirria y la desconfianza que se le profesa sólo irían en aumento? ¿De verdad no se dan cuenta los partidos de que les tocaría retirar al 80% de sus cargos (incluidos alcaldes) y sustituirlos por gente impoluta y nueva, o por lo menos no tan bruta? No es que yo crea demasiado en ellas, pero lo que las encuestas expresan desde hace tiempo es meridiano: traigan a otros, ustedes nos han hartado.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Creencias

MANUEL VICENT 12/09/2010

Uno de los misterios del cerebro humano consiste en que un premio Nobel de física puede ser miembro al mismo tiempo de la secta de la Lagartija Dorada. A lo largo de la evolución de nuestra especie el córtex, donde radica la inteligencia, se sobrepuso a los bulbos del límbico, que gobiernan nuestras emociones. Desde ese momento la ciencia y las creencias han seguido caminos dispares, con el ángulo cada día más abierto, pero ciertos individuos tienen la capacidad de vivir con ese ángulo cerrado sin experimentar ninguna contradicción: pueden investigar en un laboratorio la aplicación de las células madre y pertenecer a la Adoración Nocturna, ser expertos en biología molecular y ponerse un capirote de nazareno para llevar en andas a una Dolorosa atravesada por siete espadas. No obstante, hay que andar con cuidado con este tipo de gente. Se comportan de forma pacífica y racional si pones en cuestión cualquier problema científico; en cambio se convierten en seres muy agresivos y peligrosos si te burlas de la patrona de su pueblo o del fundador de su orden religiosa o de la bandera de su nación. La ciencia es expansiva, universal y positiva bajo el patrocinio de san Pitágoras, san Newton, san Galileo, san Fleming, san Einstein; en cambio las creencias son más intensas y fanáticas a medida que están más concentradas en un ídolo, en un símbolo, en un sentimiento. Si un japonés, un hindú, un noruego descubre una nueva vacuna, o da un paso adelante en el genoma o inventa un aparato muy cómodo para depilarse la axila, la humanidad entera lo acepta al día siguiente sin distinción de razas ni de dioses, pero no le toques el toro ensogado de las fiestas de su aldea, ni su equipo de fútbol, ni la romería a la ermita, ni las mantecadas que hacía su abuela, porque entonces ese científico, que en el laboratorio investiga el límite del universo donde se precipitan las galaxias, puede convertirse en una fiera o en un idiota. Sucede lo mismo cuando la política se convierte en una creencia. Ya es un clásico preguntarse por qué existen pobres que votan a la derecha y ricos que votan a la izquierda. Se debe a que el cerebro humano, del rico y del pobre, del amo y del criado, está a medio cocer todavía.