domingo, 25 de abril de 2010

Aprender a ayudar


CRISTINA LLAGOSTERA 25/04/2010

Compartir cualquier dolor aligera su peso. Ayudar requiere saber escuchar y ponerse en el lugar del otro para conseguir que se sienta más capaz ante su problema y no lo contrario.

Algunos pensadores afirman que el ser humano es básicamente egoísta. “El hombre es un lobo para el hombre” (Homo hómini lupus), escribió Thomas Hobbes en el siglo XVII, y muchas personas continúan creyendo que ante todo nos mueven el interés personal y la defensa del propio territorio. Miramos a nuestro alrededor, leemos las noticias y, ciertamente, no faltan ejemplos de vivo egoísmo. Sin embargo, a pesar de no ser tan visibles o impactantes, existen también infinidad de gestos que nacen de la voluntad de ayudar.

Un hombre cae en la acera e inmediatamente varias personas acuden para auxiliarle. Una joven escucha con atención a una amiga que habla disgustada sobre un asunto que le preocupa. Alguien perdido en una gran ciudad encuentra a una persona que se ofrece amablemente para guiarle. Son escenas simples, cotidianas, en las que la ayuda surge como un impulso natural ante la necesidad de otro ser humano.

Incluso en este momento en que se dice que las relaciones se han vuelto más frías e impersonales, en que la rentabilidad parece ser el valor prioritario, la ayuda desinteresada sigue estando presente. Una muestra de ello son las asociaciones, el movimiento del voluntariado o los grupos de ayuda mutua que proliferan cada vez más.

Las personas que ofrecen su tiempo y su dedicación a otras lo dicen claramente: ayudar les hace sentirse bien. Sin embargo, esto no significa que se trate de una tarea sencilla. Ante alguien con dificultades, a menudo surge la pregunta: ¿cómo puedo ayudar? Se duda acerca de si tener un papel más o menos activo, si la generosidad puede resultar invasiva o qué hacer para que los problemas de los demás no afecten excesivamente. Tras el deseo genuino de querer hacer algo por alguien es preciso buscar la mejor forma de actuar.

¿Altruistas o egoístas?

“Nadie es una isla, completo

en sí mismo; todo hombre es un trozo del continente, una parte del todo” (John Donne)

El etólogo Konrad Lorenz ya señalaba la importancia de la cooperación en la supervivencia de las especies. No sólo la lucha y la agresividad resultan cruciales para defenderse y evolucionar, sino también formar parte de un grupo. El altruismo, por tanto, cumple una función importante, al poner el interés colectivo por delante del individual.

La ayuda es un fenómeno universal y, como vemos, no exclusivo del género humano. Pero sí somos una de las especies que más dependen del apoyo de los demás. Nacemos indefensos y precisamos cuidados durante un largo periodo de tiempo. Incluso ya adultos, seguimos necesitando recibir afecto y atención del entorno.

“Uno de los mayores padecimientos es no ser nada para nadie”, dijo en una ocasión la madre Teresa de Calcuta. Y es que todas las personas tienen esta necesidad de pertenencia, de sentirse integradas en sus relaciones. Cuando esto falta nos volvemos más vulnerables. Se sabe, por ejemplo, que la soledad y la inadaptación aumentan la probabilidad de padecer ansiedad o depresión.

Sin embargo, no sólo necesitamos ser ayudados. También es preciso ayudar a los demás para fomentar nuestro desarrollo y madurez, y sobre todo la sensación de capacidad.

Un encuentro mutuo

“La necesidad más profunda del hombre es superar su separación, abandonando la prisión de su soledad” (Erich Fromm)

La ayuda se genera básicamente en un encuentro entre personas. Una se muestra más necesitada, y otra, dispuesta a responder a esa necesidad. La relación de ayuda es, por tanto, asimétrica, pues no se produce en igualdad de condiciones.

Para empezar, quien necesita ayuda tiene que afrontar dos dificultades: por un lado, el problema que le acucia, y por otro, reconocer ante otra persona que se siente incapaz de resolverlo por sí mismo. En este primer punto, ya sea por vergüenza, por miedo a no ser comprendido o por no poner en entredicho la propia imagen, se puede bloquear el circuito que permite recibir apoyo. Si no existe la disposición a ser ayudado, poco se puede ayudar.

Resulta distinto recibir una petición de ayuda que ofrecerla. En el primer caso, la propia persona admite tener una necesidad, mientras que en el segundo es alguien externo quien cree detectarla.

Quien se ofrece para ayudar a menudo peca de querer detentar la verdad, pretendiendo saber exactamente qué le conviene hacer a esa persona. Si el otro se niega o no desea seguir ese camino, puede surgir el enojo al creer que en el fondo no desea resolver su problema. Sin embargo, puede que esa persona tenga un modo distinto de encarar su situación o simplemente que no sienta esa necesidad que el otro cree detectar.

La ayuda es ante todo un acto comunicativo. Implica el uso de la palabra, pero también la expresión corporal, la mirada, los gestos, el contacto físico… Al comunicarse se construye un puente entre dos personas que permite dar y recibir información, lo que puede tener un gran efecto terapéutico.

Compartir cualquier dolor o problema a menudo aligera ya su peso. Sentirse respaldado ayuda a sobrellevar situaciones que de otro modo serían doblemente difíciles. A través de la comunicación también es posible dar a otra persona nuevas perspectivas sobre su dificultad, consuelo y, sobre todo, comprensión.

La ayuda que no ayuda

“El más cercano a la perfección es quien, con penetrante mirada, se declara limitado” (Goethe)

Según Carl R. Rogers, precursor de la terapia centrada en la persona, las condiciones esenciales al ayudar son la comprensión empática, la congruencia y una actitud de aceptación hacia el otro. Sentirse escuchado, atendido, muchas veces es todo lo que la otra persona espera cuando comparte su pesar. Resulta paradójico, pero la ayuda también puede convertirse en un obstáculo para la mejora y el cambio. No basta con la voluntad de ser útil: es importante medir la manera en que se ofrece ayuda.

Acompañar continuamente a alguien que tiene miedo a estar solo puede facilitar que su temor se agrave. Proteger en exceso no permite que la persona se enfrente a sus propios retos, lo que merma su sensación de capacidad. La ayuda implica ese riesgo: relegar a alguien necesitado a una condición de mayor necesidad.

Necesitar y ayudar son dos experiencias que se complementan. Y cuando alguien sólo desea permanecer en uno de los dos lados surge un problema: ya sea porque espera que todo le venga dado, o porque quiere ayudar pero no ser ayudado, privando así a los demás de la inmensa gratificación de sentirse útiles.

Tras cualquier gesto altruista se esconden motivaciones personales que en la práctica suponen el motor que impulsa la ayuda. La ayuda sana es aquella que nos permite dar algo provechoso, pero también salir fortalecidos de la experiencia. Cuando ayudar nos frustra, nos hace sentir mal o tenemos la sensación de que únicamente perdemos, suele ser preciso poner un límite a esa generosidad.

En un estudio se observaron las características que favorecían el buen curso del duelo por el fallecimiento de un hijo. Los padres que al cabo de dos años padecían menos depresión y estrés eran aquellos que habían canalizado su energía en ayudar a otras personas, por ejemplo participando como voluntarios en grupos de duelo. Prestar un servicio a los demás crea una corriente de confianza entre las personas, nos hace salir de nuestro ensimismamiento y permite aprender y enriquecerse a través de experiencias ajenas. Este tipo de ganancia es la que suelen buscar las personas que realizan una labor de ayuda.

Intercambio humano

“La obra humana más bella es la de ser útil al prójimo” (Sófocles)

El escritor irlandés Oliver Goldsmith dijo: “El mayor espectáculo es un hombre luchando contra la adversidad, pero aún hay otro más grande: ver a otro hombre lanzarse en su ayuda”. Puede que necesitemos más que ninguna otra especie la ayuda de los demás, pero también somos quienes podemos conseguir más utilizando esta capacidad natural.

La ayuda no sólo resulta beneficiosa para ambas partes, sino que se puede considerar una necesidad social. Para reducir el sufrimiento y la soledad, pero también para llevar aún más lejos nuestras posibilidades individuales, necesitamos tejer una red de intercambios basados en la ayuda. No es un descubrimiento nuevo: para progresar es preciso cooperar.

La ayuda eficaz

Para ayudar de la mejor manera posible es conveniente:

1. La escucha atenta y una disposición sincera y genuina de intentar comprender la realidad ajena.

1. Reconocer la necesidad real: no confundir lo que uno necesitaría si estuviera en el lugar del otro con lo que en realidad necesita la persona.

2. Calibrar la acción: antes de actuar o dar consejos conviene calibrar los resultados. Lo importante es que la otra persona se sienta más capaz ante su problema, y no lo contrario.

4. Reconocer los bloqueos: el impulso de ser útil puede frenarse por diversos motivos:

– Desconfianza ante la reacción del otro.

– Miedo a perder o a que nos tomen el pelo.

– Estar centrado en las propias necesidades, sin dejar lugar para las ajenas.

– Escasa fe en uno mismo y en que se puede aportar algo valioso.

Pesadilla


MANUEL VICENT 25/04/2010

La sede del Tribunal Constitucional tiene por fuera la forma de un cono truncado y se puede imaginar el interior como un laberinto de pasillos circulares que va a dar en una sala de juntas, una especie de huevo insonorizado, donde se reúnen a dilucidar 12 magistrados. La tarde aciaga en que empezó todo, sólo 10 magistrados del alto tribunal se encontraban allí dentro, puesto que uno había sido recusado y otro ya había muerto, con lo que ambos se libraron de la pesadilla. Al final de la jornada todos los funcionarios judiciales, incluidos los bedeles y el personal de la limpieza, habían abandonado el establecimiento con absoluta normalidad. El edificio se hallaba vacío. Sólo quedaban los 10 magistrados reunidos alrededor de una mesa en el interior del huevo insonorizado examinando un único y eterno recurso. Llegó un momento en que uno de ellos, el más prostático, tuvo necesidad de ir al lavabo. Fue el primero en darse cuenta de que había sido cegada la puerta que daba al pasillo. Antes de comunicar este hecho insólito a sus colegas se restregó los ojos por si se trataba de una alucinación, pero después de examinar toda la pared circular llegó a la conclusión de que el recinto había quedado absolutamente hermético, sin salida posible. Al principio sus colegas no dieron crédito a este extraño suceso; luego uno detrás de otro abandonaron las poltronas y comenzaron a sacudir con el puño crispado todos los tabiques gritando. La sorpresa se convirtió en angustia cuando comprobaron que habían desaparecido no sólo las puertas y ventanas, sino también los huecos de la ventilación y del aire acondicionado. Se hallaban dentro de un huevo de hormigón, cuyo espesor era tan compacto que los móviles habían quedado sin cobertura. Estaban incomunicados. Si los magistrados no podían salir, lógicamente nadie podría entrar nunca en su ayuda. Funcionaba una sola bombilla, que en este caso sirvió para iluminar la cara de pánico que pusieron todos cuando el presidente del tribunal calculó el tiempo que tardaría en agotarse el oxígeno de la sala. Precisamente fue el propio anhídrido carbónico el que les hizo perder la memoria y la noción de las cosas. Sucedió hace más de tres años y los ciudadanos no saben todavía si los magistrados están vivos o ya han muerto.

sábado, 24 de abril de 2010

El símbolo Garzón


SAMI NAÏR 24/04/2010

Es la persecución, ahí está la presa. ¡Ya es la hora del castigo! Todo transcurre como si Baltasar Garzón fuera perseguido sólo porque es una persona que resulta incómoda, un símbolo de esa justicia universal que muestra tantas dificultades en consolidarse ante las razones de Estado y los imputados protegidos por instituciones sólidamente conservadoras. De las tres causas abiertas contra él, está claro que lo que constituye a ojos de sus adversarios un motivo para acusarlo de un delito de lesa majestad es la ruptura del pacto de silencio sobre el pasado de España, sumado al papel de inquisidor de la corrupción en el sistema político. Hay algo efectivamente denigrante en el intento de manchar la reputación de esta persona, por ahí donde la condena moral es más estigmatizante: el crimen de prevaricación, es decir, de deshonestidad material. ¡Pardiez! He aquí un juez que se ha ganado la fama de azote de la corrupción, de enemigo irrevocable de traficantes de todo tipo, y que no es, él mismo, más que un especulador venal. Y, ¿es aceptable, sugieren, que una persona como ésa, juez por añadidura, quiera restaurar la integridad de la identidad colectiva cuando él mismo es perseguido por falta de integridad en su cargo? Éste es el razonamiento perverso de quienes piden la cabeza de Garzón. No hay modo más eficaz para desacreditar, deslegitimar y, en definitiva, mancillar a un juez. Moraleja: aquellos que están en todas partes convencidos de que hay que decir la verdad sobre el pasado para asumir una identidad común en el presente, sin querer por ello instaurar un arrepentimiento que culpe a los vivos, se exponen a la venganza de los maestros del silencio.

Pero, ¿quién puede seriamente creer que los dramas de la Guerra civil permanecerán eternamente sellados por el silencio de una sociedad que reniega de su pasado? La paradoja a la que se ven confrontadas todas las naciones es que no pueden construir nada sólido para el futuro si no son capaces de enfrentarse a su propia historia. Y ésta nunca es un cuento de hadas, sino siempre un relato sangriento, violento y, al final, de reencuentro pacífico. Asumir la tragedia, convertirla en un momento de celebración de la memoria colectiva, es integrarla en la identidad para impedir que se repita. Que se sepa, este juez no ha declarado en ninguna parte que su investigación fuera selectiva, que quisiera emprenderla solamente con los crímenes de la dictadura franquista; que se sepa, no ha querido vengarse. Y, menos aún, reabrir las heridas que no han cicatrizado aún.

Decía Ernest Renan que una nación es "un plebiscito de cada día". Añadía, además, que no puede construirse sin una parte de olvido, porque, si no, es un desgarro de todos los instantes. Pero el olvido no es el silencio y, menos aún, la ignorancia. El olvido necesario, y el perdón, que se convierte poco a poco en su corolario, no pueden manifestarse si no es sobre la base de un conocimiento real de los hechos. Lo que sería inaceptable, sería ver ese pasado con un solo ojo; hay que interrogar a todas las partes del drama, y dentro de cada bando. La historia es un bloque, que no se divide en verdades parciales, y las guerras civiles son siempre escuelas de barbarie. En todos los bandos.

¿Consistirá el crimen de Garzón en haber querido, basándose en el derecho, abrir ese doloroso camino de identidad común? Él, que ha lanzado tantas investigaciones porque cree en la universalidad de la justicia, debía de prever que un día abrirían una sobre él mismo, ya fuera por motivos tan frágiles como inconsistentes. Podemos estar en desacuerdo con él, pero ¿justifica eso que sea vilipendiado en su cargo?

La persecución de la que hoy es víctima y el sentido que tiene para España como para el resto del mundo, son en realidad profundamente simbólicos. Aquello a lo que se apunta en esta siniestra comedia es el papel de los magistrados que quieren hacer de la justicia, en nombre de la democracia, un arma contra todas las corrupciones y manipulaciones. Es el caso de Di Pietro en Italia, o el de todos esos jueces anónimos que, un poco en todas partes hoy en el mundo, hacen su trabajo diario de centinelas de la justicia y del derecho de la gente. Ellos se ven también afectados por el ataque contra Garzón. Es a ellos a quienes decimos sin escribirlo: "No estáis libres de ser justos". Sin embargo, no hace falta ser adivino para comprender que un día nos daremos cuenta, inevitablemente, de cuán dañino habrá sido ese acoso a un juez culpable solamente de haber creído que podía ayudar a hacer justicia a la memoria de los vencidos de ayer.

domingo, 18 de abril de 2010

La tumba


MANUEL VICENT 18/04/2010

La izquierda política considera un escándalo que Falange Española, salida, de repente, del baúl de la historia, tenga fuerza suficiente todavía para sentar al juez Garzón en el banquillo. No es tan raro. El cadáver de José Antonio, fundador de ese movimiento fascista, está enterrado con todo honor al pie del altar mayor de la basílica del Valle de los Caídos, y durante 30 años de democracia nadie ha osado tocarlo. Al iniciar su instrucción sobre los crímenes del franquismo el juez Garzón pidió el certificado de defunción de Francisco Franco y esta diligencia, que sólo era un requisito formal, causó asombro en la mayoría de españoles. Los más ingenuos pensaron que ese papel era innecesario porque se sabe a ciencia cierta que los huesos del dictador permanecen bajo una losa de mil kilos en la basílica del Valle de los Caídos construido por presos políticos, y en la vertical de sus despojos se levanta una poderosa cruz de granito. En cambio, otros más suspicaces dudan que Franco haya muerto, porque precisamente esa enorme cruz proyecta todavía desde las breñas de Cuelgamuros la sombra del dictador sobre todas las instituciones de la democracia. A estas alturas lo realmente escandaloso debería ser el miedo reverencial que sienten los demócratas españoles hacia ese panteón faraónico, como si esa olla de hormigón guardara una barra de uranio que puede liberar una incontrolada carga radioactiva muy peligrosa. De ese miedo nacen todas las ruedas de molino con las que hay que comulgar. Es evidente que la actitud de este juez ha liberado unas fuerzas reaccionarias muy oscuras que nuestra democracia creía cegadas para siempre. Metidos en estos enredos jurídicos de rábulas se puede discutir si el juez Garzón ha prevaricado a la hora de tocar esa barra de uranio radioactivo. Juristas insignes lo niegan. El acto con que un juez inicia unas diligencias de investigación no puede ser nunca constitutivo de prevaricación porque en ese momento no se actúa aun contra nadie en concreto, en consecuencia no hay resolución injusta, puesto que no hay perjudicados todavía. Pero en el fondo, con este pleito político solo se trata de saber si Franco realmente ha muerto, por eso hizo muy bien el juez Garzón en pedir antes que nada su certificado de defunción.

domingo, 11 de abril de 2010

¿Hay quien dé más?


JAVIER MARÍAS 11/04/2010

En estos días, no pocos portavoces católicos se preguntan con desgarro por qué se hace hincapié en los casos de pederastia protagonizados por curas, cuando esa práctica aberrante se da en todas las profesiones. El beato Prada, en un artículo de Abc particularmente farisaico, venía a decir, incluso, que en una sociedad enferma como la nuestra es natural que se contagien –pobrecillos– hasta algunos de los más virtuosos, una verdadera minoría en el conjunto de la población pecadora, haciendo caso omiso de que los sacerdotes siempre son una minoría en ese conjunto –y cada vez más–, y que el porcentaje de sus depravados resulta escandalosamente alto respecto a la totalidad del clero, que es como debe medirse y no respecto a la suma de los ciudadanos. (Y lo que ha salido a la luz lo ha hecho, además, contra presiones y omertà forzosa.) Sus palabras, como tantas otras veces, parecían dictadas por la Conferencia Episcopal, y en concreto por el Cardenal Cañizares, quien ha tenido el cinismo de armar que las noticias relativas a los abusos sexuales de menores perpetrados por religiosos no sólo no le preocupan en demasía, sino que son meros “ataques” que pretenden que “no se hable de Dios, sino de otras cosas”, como si hablar de cualquier asunto impidiera hacerlo de Dios (tal vez aspire a eso, a que nadie hable de nada … más que él y los suyos de Dios). El Secretario de Estado Vaticano ha declarado por su parte que “Hay personas que intentan desgastarnos”. Es de suponer que esas “personas” están encabezadas por los niños que, en silencio y temor, sufrieron manoseos y violaciones a cargo de sus custodios, y que, ya adultos y con menos pánico, se atreven ahora a levantar sus quejas. Pero quizá la reacción más taimada ha sido la del propio Papa, quien ha quitado importancia a esos abusos recurriendo a la cita evangélica “El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra”, como si su Iglesia no llevase siglos tirando piedras contra todos los pecadores (según su criterio), aterrorizándolos con la amenaza del infierno, persiguiendo a disidentes y herejes, quemándolos de vez en cuando, forzándolos a abjurar de sus convicciones, expulsando a los que se desviaban del dogma, imponiendo a creyentes y a no creyentes su fe y su concepción de la moral, obligando a todos a cumplir con sus preceptos, dictando leyes a su conveniencia. ¿Por qué se hace hincapié en los delitos sexuales cometidos por eclesiásticos? Porque éstos llevan la vida entera haciendo hincapié en los “pecados” de los demás,y han condenado y castigado con dureza sus faltas y debilidades. Porque son ellos quienes en buena medida han decidido qué era delito y qué no. Porque ellos han reclamado secularmente –y en España siguen, hasta donde pueden– la exclusividad en la formación, enseñanza y adoctrinamiento de los niños. Porque a lo largo de la historia han dicho o exigido a los padres: “Entregadnos a vuestros vástagos, somos lo mejor para ellos”. Hasta quienes tuvimos la suerte de no ir a colegios religiosos en la clerical España de Franco sabemos que los tocamientos por parte de profesores con sotana estaban a la orden del día, y que legiones de críos los padecían sin poder rechistar. La imagen del cura vergonzantemente sobón o salido formaba parte del paisaje nacional (y supongo que en algunos internados la actitud ya no era vergonzante, sino indisimulada y aun descarada).

Los religiosos no podían ser denunciados ante la justicia y obraban impunemente, y, como se ha comprobado ya en Irlanda, Estados Unidos, Austria, Alemania, Italia (el fenómeno se repite acusatoriamente), sus superiores, por lo general intolerantes con la población, eran en cambio tan tolerantes con sus subordinados viciosos que nunca los castigaban ni exponían ante la sociedad: los encubrían y se limitaban a trasladarlos de lugar, para que en el nuevo prosiguieran o reiniciaran, libres de sospecha, sus carreras delictivas. ¿Es culpa del celibato? Puede ser, en parte. Pero si uno piensa en la mentalidad de un pederasta, es fácil imaginar que éstos optaran por adscribirse a la Iglesia en masa, por las enormes ventajas que les ofrecía: acercanza de los niños y permanente contacto con ellos; su obediencia asegurada y autoridad moral sobre sus creencias; lenidad o connivencia de la jerarquía; impunidad garantizada, como la tuvo el fundador de los Legionarios de Cristo, Maciel, durante décadas; certeza de que jamás irían a dar con sus huesos en la cárcel, por mucho que se propasaran con las criaturas. Esta institución ha sido, sin duda alguna, el ideal del pederasta vocacional: gozaba de patente de corso a su amparo y le ponía bien a tiro a sus víctimas. Visto lo visto, con& ar un hijo a los curas ha venido a ser como poner el gallinero al cuidado de una guardia infiltrada de zorros. No quiero decir que todos los sacerdotes sean sospechosos, en modo alguno. Pero es indudable que la Iglesia ha sido tradicionalmente no ya un magnífico refugio para los pederastas, sino el ámbito en que éstos han podido desenvolverse a sus anchas y sin peligro, y en el que sus posibles presas les eran servidas en bandeja o en patena. Cuando un eclesiástico comete abusos sexuales contra menores, claro que se hace hincapié en ello: porque ese acto encierra varias bajezas añadidas: abuso de confianza y de poder, manipulación de inocentes, aprovechamiento de posición dominante, doble rasero, hipocresía flagrante, profanación y prevaricación, corrupción y chantaje morales, amedrentamiento de la víctima cuando no su terror... En fin, ¿hay quién de más?

Trasplante

MANUEL VICENT 11/04/2010

La buena gente que espera en el hospital que le sea trasplantado un corazón, un riñón o un hígado piensa instintivamente que las vacaciones de semana santa o cualquier puente largo de un fin de semana constituyen un tiempo propicio para que los accidentes de coche dejen en las cunetas una buena cosecha de vísceras. En esta vida todo es dialéctico. "A ver si tenemos suerte en esta operación retorno", me dijo muy compungida la madre de un amigo que necesitaba el hígado de otro para seguir viviendo. Lo dijo con toda la inocencia, como un reflejo condicionado de amor a su hijo, sin pensar que su esperanza estaba supeditada a las lágrimas de otra familia. En el fondo si todos los cuerpos humanos son intercambiables se debe a que sus entrañas carecen de ideologías. Si un tipo del Partido Popular espera un trasplante, lo lógico es que lo acepte sin rechistar aunque el órgano venga de un socialista. Se supone que el posible rechazo será sólo inmunológico, no político. Un corazón de comunista puede trasplantarse a un fascista o al revés y seguir latiendo sin que la sangre que bombea al cerebro le fuerce a cambiar de pensamiento. El ego que uno considera personal e intransferible no reside en ningún lugar concreto del organismo. Sólo es un hálito de la propia memoria formado de sensaciones, ideas y creencias con un rostro que se reconoce en el espejo y si bien en algunos casos ese hálito constituye un ideal por el que los fanáticos están dispuestos a morir, a la hora de la verdad, en la UVI, un corazón, un riñón o un hígado se cotiza mucho más que cualquier ideología. La familia de mi amigo es muy devota, muy compasiva. El viernes santo ingresó a su hijo en el hospital a la espera de que Dios reprodujera en él tres días después el milagro de la resurrección. Todo apuntaba hacia un resultado feliz. Impulsados por una primavera rabiosa habían salido de vacaciones más millones de coches que nunca. Para esta familia la operación retorno tenía esta vez un significado especial. En efecto, en una curva de carretera se había producido el accidente mortal deseado, y aunque el hígado pertenecía a un crápula que se había dado contra un chopo a la salida de un prostíbulo de madrugada, gracias a esa muerte mi amigo había resucitado.

domingo, 4 de abril de 2010

Sexo turbio

MANUEL VICENT 04/04/2010

Para la Iglesia católica un clérigo pederasta, que corrompe a 20 monaguillos, sólo es un pecador, no un delincuente propiamente dicho. Si se descubre su vicio nefando, el jerarca superior preocupado por el escándalo que pueda causar entre los fieles su conducta desordenada, tratará en primer lugar de encubrirlo, luego lo llamará en secreto a consulta para rogarle con más o menos ahínco que pida confesión y si el caso ha sido muy sonado, le obligará a cambiar de parroquia. Por muy execrable que haya sido su pecado, si se arrepiente, quedará absuelto mediante una penitencia simbólica, como pueda ser un padrenuestro y tres avemarías. El clérigo pederasta será perdonado tantas veces como vuelva a echarse otro monaguillo al plato, siempre que repita el acto de contrición después de cada caída, puesto que la Iglesia tiene una ilimitada comprensión hacia la debilidad de la carne, sobre todo si la carne es la eclesiástica. En derecho canónico la pederastia no es un delito que haya de denunciar a la justicia ordinaria para que el clérigo responsable dé con sus huesos en la cárcel. Sólo habla de pecados que pueden llevarle al infierno y una vez en el infierno, échele un galgo. Por otra parte, ningún escándalo de sexo o de sangre ha podido con la Iglesia católica. A lo largo de su historia hubo papas incestuosos como Alejandro VI, quien en los casos en que no podía asesinar directamente a puñal, impartía con suma pericia el sacramento mortal del veneno; hubo inquisidores que convirtieron en teas humanas a grandes científicos y humanistas; hubo cardenales que castraron a los niños de la escolanía y los convirtieron en eunucos para mantener sus voces blancas. Todo lo que no mata, engorda. En el fondo este es el argumento que esgrimen los apologistas para demostrar el origen divino de la Iglesia, puesto que este cúmulo de crímenes, cismas y guerras de religión no ha podido con ella. Pero la jerarquía eclesiástica debe saber que hoy, antes de hablar de la fe, hay una cosa muy elemental que cumplir: en lugar de encubrir, absolver y mandar al clérigo corruptor de menores a un convento para que haga penitencia, su deber es entregarlo a la justicia ordinaria con el mismo celo con que lo hace con el ladrón que descerraja un sagrario y roba un copón.