domingo, 20 de diciembre de 2009

Libres según


JAVIER MARÍAS 20/12/2009

Una de las actitudes que parece haber pasado a mejor vida en el mundo occidental, y desde luego en nuestro país, es la que engloba una serie de antiguas virtudes que, por lo visto, ya nadie considera tales. Llámenlas sobriedad, discreción, elegancia, austeridad, aversión a la histeria, al exceso y al pataleo, deseo de no importunar y de no crear más complicaciones de las existentes, de no dar la lata ni entorpecer las tareas de los demás. Llámenlas aguante, entereza, capacidad de encaje ante los reveses y los contratiempos, ganas de no desorbitar las cosas ni sacarlas de quicio, y por supuesto asunción de la propia responsabilidad. Todo eso, que era fundamental para la convivencia y para que cada cual realizara su trabajo con cierta eficacia y sin presiones inmerecidas, ha desaparecido de la faz de nuestras tierras. España, me temo, es el país que en mayor medida lo ha desterrado, de cuantos conozco, y sus ciudadanos se han convertido en los más exigentes, quejicas y despóticos, unos individuos (ya sé, hay excepciones) que creen tener derecho a todo y ningún deber; que, cuando cometen imprudencias a las que nadie los obliga, claman contra el Gobierno de turno si éste no se apresura a sacarles las castañas del fuego, espoleados por una caterva de periodistas, eminentemente televisivos, a los que nada gusta tanto como despotricar y exigir responsabilidades a quienes no las tienen.

No sé. Toda desgracia es lamentable, sentimos compasión por quienes las padecen, se las hayan buscado o no (ejem), y deseamos que logren salir de ellas. Pero, la verdad, yo no entiendo por qué el Estado -es decir, "los demás"- tiene o tenemos la culpa de que unos turistas naufraguen en aguas egipcias y no todos logren salvarse. Tampoco que sólo "los demás" la tengamos de que un atunero que faenaba fuera de la zona protegida haya sido capturado por piratas y sus tripulantes retenidos durante mes y medio. Ni que las familias de esos pescadores -que trabajan en el sector privado- se pongan de inmediato a "exigir" y "reclamar" cosas, algunas tan caprichosas como "una sala VIP" en el aeropuerto de Bilbao. Probablemente se la habrían brindado de todas formas para el encuentro con los secuestrados, pero, ¿de qué mentalidad proviene la idea de la "reclamación"? No hablemos de las nevadas de cada invierno: se anuncian, se desaconseja a los conductores que se echen a las carreteras. Éstos no hacen ni caso, luego se quedan atrapados durante horas, y quienes se la cargan son los meteorólogos, Protección Civil y el Gobierno, más o menos por no haber impedido la caída de copos desde el cielo. Si hay una riada y se inunda un pueblo, en seguida se ve a ciudadanos coléricos, azuzados por las televisiones, exclamando: "¿Dónde están las autoridades? Nos hemos quedado sin luz ni teléfono, y las tuberías están atascadas. ¿Cómo es posible que no se remedie todo al instante?" Pocos parecen capaces de razonar y decirse: "Hombre, con la tromba es normal que todo se haya ido al carajo. A ver si escampa y lo arreglan cuando puedan, buenamente".

Asimismo ha desaparecido, o menguado, el sentimiento de gratitud. Si yo perteneciera a alguno de los cuerpos que echan una mano a la gente en apuros (si fuera bombero, policía, militar o reparador de desperfectos), estaría desesperado al comprobar que casi nadie da las gracias por las duras tareas o rescates que llevan a cabo, sino que lo normal es que los afectados se solivianten porque uno no ha actuado con la suficiente rapidez o -lo que es más cómico y más trágico- no ha adivinado que se iba a producir un incendio, una inundación, un atraco, un secuestro, un atentado, y no los ha impedido. Y qué decir de los médicos y las enfermeras. Suelen ser personas admirables, que hacen lo indecible por salvar vidas y curar enfermedades. Y, cuando nada pueden, son seguramente los primeros en lamentarlo. Pues bien, cada vez es más frecuente que los pacientes y sus familiares, lejos de facilitarles su tarea y sentir agradecimiento hacia ellos, se pongan hechos unos basiliscos cuando se les anuncia que por desgracia no hay remedio. "¿Cómo que no?", gritan enfurecidos, y no es nada raro que peguen a la doctora o al enfermero. "Usted tiene que curar a mi padre de ciento dos años, y si no, es una inepta y se le va a caer el pelo, a usted y a la clínica entera". En cuanto a los maestros y profesores, que se encargan de la noble y paciente misión de desasnar a los asnos (todos lo somos inicialmente), no sólo no reciben a menudo la gratitud de los progenitores de asnos, sino que les llegan sólo sus quejas, su ira e incluso sus agresiones, porque en el fondo esos padres están a su vez deficientemente desasnados y les debe de molestar que sus vástagos se hagan más civilizados que ellos.

Nuestros Gobiernos suelen ser pusilánimes y no se atreven a poner freno a esta creciente creencia, por parte de la población, de que todo le es debido; aunque sea ella sola, por su cuenta y riesgo, la que se meta en un berenjenal o se exponga a una estafa, "los demás" estamos obligados a salvarla o a resarcirla. Todavía estoy esperando a que algún dirigente se plante y lance este sencillo y razonable mensaje: los ciudadanos son libres siempre, luego deben hacerse responsables de sus actos y decisiones.

Apriétense los cinturones


JUAN GOYTISOLO 20/12/2009

En una de las coplas más corrosivas del Cancionero de obras de burla provocantes a risaAposentamiento en Juvera, el anónimo autor satiriza la solemne visita a la península del Legado pontificio Rodrigo Borja -el futuro Papa Alejandro VI-, recibido con gran fausto en Alcalá por los Reyes Católicos gracias al cruel expolio al que fue sometida la población del lugar a fin de sufragar los gastos de la misma en provecho de un puñado de "sanguijuelas públicas", denominadas así por el primer editor moderno del Cancionero, Luis Usoz y Río. titulado el

Según verificamos hoy, el episodio no es agua pasada: a la luz de cuanto acaece estos días, reviste al contrario una insospechada actualidad.

Si los frutos espirituales de la carismática visita de Benedicto XVI a Valencia en julio de 2006 y de su recepción grandiosa a cargo de su Comunidad Autónoma no pueden medirse, los frutos materiales de los que se beneficiaron Teconsa, Special Events, Orange Market, Impact, la trama Gürtel y el amiguito del alma del presidente de aquélla, Francisco Camps, sí: de los 6,4 millones de euros del presupuesto, 3,1 fueron a parar directamente a sus bolsillos ad majorem Dei gloriam y de este selecto grupo de sus avispadas criaturas.

El Vicario de Cristo en la tierra, cuya aura milagrosa debía enardecer el fervor popular, vio potenciado su nimbo con un suministro "de equipamiento de pantallas de vídeo, sonido y megafonía" así como de "instalaciones eléctricas en alta, baja y media tensión", de "telecomunicación electrónica" y un largo etcétera.

Pero la acogida en olor de multitudes se transmutó en hedor tras la difusión por la prensa de la documentación requisada a los artífices y diseñadores del acto.

En una reciente estancia en España, el titular de un periódico madrileño atrajo mi atención: "La Iglesia: pecadores públicos". Por fin, me dije, los obispos han reaccionado frente a la paulatina berlusconización del país y condenan a los corruptos, a la polilla voraz de nuestra democracia. Pero al punto advertí que me equivocaba: los pecadores y herejes privados de la comunión son los diputados que hayan votado a favor de la nueva ley del aborto. Y a mi efímera desilusión se sumó la perplejidad: la defensa de los embriones humanos, ¿merece tan fulminante anatema por parte de quienes condenan en cambio el uso de preservativos ante la pandemia que diezma a la población del continente africano?

Una vez más, comprobé que la Iglesia católica se enquista en su senil intolerancia doctrinal, a contrapelo de la evolución científica de las sociedades modernas, mientras que se muestra acomodaticia en lo que respecta a los gobiernos y autoridades que la sostienen por putrefactos que sean.

Los Camps, Fabras, Encisos, Millets, Matas, etcétera no son pecadores públicos y pueden recibir la eucaristía cuantas veces les apetezca. Quienes aprueban una ley que preserva a los jóvenes de una maternidad indeseada y se esfuerzan en frenar los estragos del sida, no.

Para consuelo de estos últimos -si de verdad se sienten desconsolados- les aconsejo la lectura del poema aljamiado de Juan Zaragoza sobre el Santísimo Sacramento que divulgué en el número de julio de 2009 en El viejo topo.

La conclusión que se impone ante tan grave estrabismo es que el comportamiento indigno de quienes saquean a manos llenas el erario público no preocupa demasiado a una Iglesia que, a fin de cuentas, se lucra con ello como en tiempos del Aposentamiento en Juvera. La reiteración abrumadora de escándalos que salpican a la clase política acaba por aburrir al ciudadano de a pie que, curado ya de sustos, la da por supuesta.

Si, según apuntó en su día Umberto Eco, cuanto más improbable sea el contenido informativo de una noticia mayores serán la enjundia y novedad de su mensaje, hablar de presidentes autonómicos, funcionarios y próceres rapaces es pan cotidiano e insípido.

El notición sería al revés: Fulano lleva 20 años al frente de una administración o entidad públicas y no se ha embolsillado un centavo. Estoy convencido de que los periódicos y canales de televisión le consagrarían sus titulares y divulgarían en sus programas de mayor audiencia.

Las apariciones de Vírgenes, ángeles y santos, acompañadas antaño de milagros de toda índole, no acarreaban gasto económico alguno. Tan sólo después, edificado ya el templo que perpetuaba el lance, la masa de peregrinos que acudían a él en busca de la curación de sus cuerpos y de la salvación de sus almas generaba beneficios.

Mas los tiempos cambian y los actuales organizadores de visitas papales nos sorprenden un día como presuntos mártires amenazados de muerte violenta en una cuneta, a causa de su amor a la verdad y su honradez pública, y el siguiente al volante de un Ferrari descapotable: ¡prodigios de Dios, capaces de sacudir el alma de los incrédulos en nuestros días aciagos de "relativismo moral" y "dictadura laica"!

En vista de ello, habrá que tomar precauciones. Como se anuncie otra visita del Papa a España, ¡ojo al parche!: ¡apriétense los cinturones!

domingo, 13 de diciembre de 2009

Anatemas


MANUEL VICENT 13/12/2009

Existen dos clases de inquisidores: unos son flacos y ascéticos, otros son gordos y hedonistas, pero en ambos casos su mente se halla exenta de dudas y es más fácil extraerles una piedra de la vesícula que arrancarles del corazón un poco de piedad hacia la debilidad humana. El retrato de Giacomo Savonarola, que se conserva en el convento de San Marco de Florencia, muestra un rostro anguloso cuyo perfil de ave rapaz asoma por el capuchón de la cogolla con una palidez enfermiza; en cambio Tomás de Torquemada exhibe una imagen pletórica con los carrillos rellenos y una papada con tres olas carnales hacia el pecho, propia de alguien que ha gozado durante muchos años de los placeres del cochinillo asado con fuego de encina antes de mandar a la hoguera a un número considerable de herejes. Sea creyente o agnóstico, hoy usted también puede elegir entre un inquisidor ascético o un hedonista a la hora de ser condenado al fuego eterno. Pese a que el ser humano es una criatura atrapada por un oscuro terror ante el futuro, en realidad la gente nunca pierde la esperanza de pasarlo lo mejor posible en esta vida sin hacer daño a nadie, puesto que hay placeres del espíritu y de la carne por los que aun vale la pena estar en este mundo, pero frente al deseo común de evitarse problemas existen unos seres que se erigen a sí mismos en representantes del bien en la tierra y señalan con el dedo inexorable desde el altar o desde el televisor la ardua cuesta que deberás subir si no quieres caer en el infierno. Ejemplo de inquisidor ascético es la insigne figura del susurrante cardenal Rouco Varela, enteco, de voz oscura, con absoluto rigor escolástico, al que uno imagina alimentado sólo de acelgas y pescado hervido. En cambio, existe otro diseño de inquisidor pletórico, como monseñor Martínez Camino, capaz de lanzar un anatema con el rostro feliz del que acaba de comerse un codillo. Con un mondadientes todavía en la boca después de una sobremesa muy placentera podría hacerte saber que estás en pecado mortal y que te atengas a las consecuencias. A un inquisidor, clérigo o laico, intelectual o moralista, transido de acelgas o cebado con codillo, le mueve sólo el furor de las ideas, pero es la debilidad humana la que excita aun más su fanatismo.

domingo, 6 de diciembre de 2009